Decadencia. Esa es la palabra que podría describir el declive que transita en la forma de vagones de tren, buses o taxis que los costarricenses soportan día a día para movilizarse. Más que pasajeros, ¿acaso no somos rehenes de ese deterioro y falta de controles?
Confirmé las congojas del transporte público durante tres lunes consecutivos en hora pico de la mañana (entre 6:11 a.m. y 6:25 a.m.), desde Tres Ríos de La Unión al centro de San José.
Abordé cada unidad para cubrir unos 11 kilómetros en los cuales quedaron en evidencia el desgaste de los servicios como las ingratas decisiones a las cuales se enfrentan los usuarios para ir a estudiar, trabajar u otra diligencia. Se las detallo aunque usted quizás ya las ha sufrido y seguro peores respecto a las que viví en este ejercicio.
El 22 de agosto a las 6:25 a.m. abordé el tren en Tres Ríos que venía a reventar de pasajeros desde Cartago. Unas 35 personas en la plataforma nos apretujamos para entrar y acomodarnos de pie entre los ruegos y luego regaños de dos cobradores para los pasajeros desobedientes que no abrían campo a los demás.
“¡A ver si me colaboran por favor y nos movemos un poquito en el centro!”, decía uno, mientras el otro repartía personas de un vagón a otro, a ver si entrábamos todos. A veces, contaron unos viajeros, se queda gente en la plataforma por falta de espacio.
Aquel tren con cuatro vagones es uno de siete servicios de Cartago a San José en las cuatro horas y media, que van de 5:30 a.m. a 9 a.m. (uno cada media hora). Después, el servicio se interrumpe y vuelve a reanudarse a las 4 p.m. según horarios del Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer).
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Por ¢550 llegué a la Estación al Atlántico de San José en 33 minutos; incluso luego de cuatro paradas. Estaba con mi dignidad ligeramente abollada, músculos adoloridos y una sensación de asalto a mis sentidos, dado el festival de olores a perfume, colonia, comida y otros efluvios que emanan del cuerpo humano.
Me dolían el hombro, el brazo y los dedos de forzarlos en posiciones incómodas para sostenerme, lo mismo que mis piernas y pies, pues fui premiado con viajar sobre la articulación de dos vagones; lo cual impuso más retos al equilibrio. Eso y también las contorsiones en las paradas mientras suben y bajan pasajeros, cuando inevitablemente tu espalda, torso, caderas y trasero rozan esas mismas partes de extraños adheridos a uno a falta de campo.
Asfixia vial
El lunes siguiente, 29 de agosto, empecé la fila para el autobús a las 6:11 a. m. y noté una gran llegada de unidades a mi parada en Tres Ríos. Esto me alegró porque esa abundancia de vehículos me aseguró un asiento. Pagué el servicio por la pista en vez de carretera vieja con la idea de ahorrarme unos minutos. Nada de eso.
A la altura de La Galera, en Curridabat, las vías parecían un parqueo colmado de vehículos. Mi autobús recorrió unos 100 metros en 12 minutos a partir de ese punto. Maldije en silencio por el tedio y la sensación de estafa por mi tiempo perdido. El pasaje de ¢390 no compensa aquellos 55 minutos para atravesar 11 kilómetros que el tren recorrió en media hora.
La lentitud del tránsito llevó a unos pasajeros a mirar las pantallas de sus teléfonos, contemplar hacia afuera mientras escuchaban música y a otros a dormirse con la barbilla sobre el pecho o la frente en el asiento de adelante. A mí el sueño debió asaltarme por Jardines del Recuerdo, en Curridabat, pues tengo la idea de haber probado la resistencia de la ventana con un par de cabezazos más dignos de un tiro de esquina en una mejenga de barrio.
Durante mi procesión a la capital, calculé que una hora para llegar y como mínimo otros 60 minutos si hiciera el regreso a Tres Ríos en hora pico de la tarde-noche: el doble del tiempo de hacerlo en tren. Descubrí con espanto que el autobús me haría perder 45 horas anuales en presas por únicamente los lunes para cubrir 11 kilómetros.
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El 5 de setiembre a las 6:18 a.m. tomé el taxi frente al parque de Tres Ríos. Me senté junto a Germán Domian Gómez, de 79 años, quien, luego de pensionarse, reactivó su licencia de taxista para sentirse productivo pese a la protesta de su esposa. Debido a la presas, nos fuimos por Concepción para ganar tiempo.
En el camino me contó que trabaja 12 horas diarias de 4:30 a. m. a 4:30 p. m. pero fue claro en advertirme que “Uber y DiDi tienen arruinado este negocio”. Me dijo que “un buen día” equivalía a generar ¢30.000, de los cuales ¢16.000 se van en combustible, ¢5.000 en otros gastos de la unidad y él se deja ¢9.000 (30%).
Llegué en 36 minutos que iban a costarme una pequeña fortuna de ¢13.000. Don Germán debió esperarme un par de minutos mientras iba a un cajero por dinero extra porque me fallaron las previsiones. Piadoso, me cobró ¢11.000.
Al final de mi ejercicio comparativo, concluí que cualquier transporte público siempre tendrá sus inconvenientes hasta en países de primer mundo pero, en la “Suiza centroamericana”, el deterioro escandaliza al considerar que para una distancia relativamente corta el recorrido se hace eterno o ruinoso y al transporte ideal por precio y tiempo (¡el tren!) le faltan vagones y frecuencias para tanta demanda.
Pensé que quizás todo es culpa de las presas y la estrechez de la vías pero no todo se puede atribuir a esto como descubrí.
Jorge Sanarrucia, consejero del usuario en la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), afirma que la calidad en la regulación del transporte público está ausente. Si bien hay varias explicaciones para el deterioro, recalcó que las metodologías actuales de la Autoridad solo calculan costos y demanda pero sin incluir esa variable crítica para quien paga.
Para él, debería existir una política de calidad obligatoria en taxis, autobuses y tren, tal y como existe en servicios como electricidad, combustibles y agua potable.
“Después de la pandemia, las personas se quejan mucho de horarios incumplidos, mal servicio y que la tarifa sube pero no la calidad. En la emergencia sanitaria, se dieron concesiones a los autobuseros para variar la frecuencia de las carreras pero las personas insisten en que los horarios siguen sin ajustarse hoy, que se retoma la presencialidad y se flexibilizaron las medidas sanitarias”, explicó.
Y llevan razón los pasajeros.
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En retroceso
El 1.º de setiembre anterior, el Consejo de Transporte Público (CTP) le extendió un año más a los autobuseros la posibilidad de operar con 70% de frecuencias en las rutas regulares como en la pandemia cuando bajó la afluencia de pasajeros. Así lo acordó la Junta Directiva del CTP en su Sesión Ordinaria 38-2022 del 31 de agosto del 2022.
En el caso del tren, la Aresep y el Incofer anunciaron en marzo del 2021 que trabajan en la adopción de normas técnicas para mejorar la calidad de ese servicio, las cuales son de naturaleza “voluntaria” y todavía ausentes.
Según prensa del Incofer, apenas se está en un plan piloto para luego implementar dichas políticas pero el Instituto prometió que a partir de octubre aumentaría las frecuencias de trenes saliendo y llegando de Cartago, “lo cual permitirá contar con más opciones de horarios”, indicó la entidad.
Para Andrea San Gil, fundadora del Centro para la Sostenibilidad Urbana, acumulamos décadas de abandono en transporte público por falta de inversión en infraestructura y aumento en su costo.
“Esta semana se aprobó un incremento de tarifas en autobuses pero no en la calidad. Entonces estos usuarios cautivos del sistema, apenas tengan oportunidad, intentarán comprarse un vehículo y, quienes ya lo tienen, jamás pensarían en usar transporte público”, explicó esta ingeniera ambiental del Instituto Tecnológico de Costa Rica (Tec) con una maestría en Sostenibilidad, Planificación y Política Ambiental de la Universidad de Cardiff, en Reino Unido.
Para San Gil, deberían existir diferentes opciones de transporte seguras, cómodas y con certidumbre de horarios, como para que las autoridades y proveedores puedan incluso crear aplicaciones móviles útiles a las personas al planificar sus desplazamientos, según tiempos, costos y otras variables.
Costa Rica está lejos de contar con la mezcla de trenes subterráneos, tranvías, autobuses y aplicaciones móviles para ir de un punto a otro que, por ejemplo, disfrutan otros usuarios del hemisferio Norte. Aquí, es entendible que nadie aprecie el transporte público, aunque lo tenga que usar.
¿A quién le gusta ir a una parada a esperar sin saber si el autobús ya pasó o si pasará? Sin certidumbre no se puede organizar el tiempo de traslado y otras actividades.
La ingeniera recordó que otro problema habitual es que los servicios carecen de convergencia, lo que obliga a las personas a caminatas extra para utilizar uno u otro medio de transporte y, con ello, perder más tiempo.
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“Si tuviéramos esa integración, no se sentiría tanto esa pérdida de tiempo en el transporte público entre las distintas modalidades y eso llevaría a más personas a dejar sus vehículos”, explicó.
Ella tiene razón y sobre todo en que somos unos cautivos sin rescate a la vista.
Tengo carro y desearía dejarlo en la casa por el alto precio de la gasolina. Luego de mi comparación, desearía ahorrarme ese dinero usando el transporte público pero debo recorrer 120 kilómetros ida y vuelta a diario y ningún tren o autobús puede darme la economía de tiempo del vehículo porque vivo en un país que fue de los primeros en tener tranvía en su capital (operó del 9 de abril de 1899 al 1.º de agosto de 1950) pero se le escapó; como se nos va la vida a bordo de los trenes, autobuses y taxis de Costa Rica.