Cuando los europeos escuchaban el nombre de América –después de la Segunda Guerra Mundial–, pensaban en las hermosas praderas y frondosas ciudades que veían en las películas estadounidenses que cruzaban el Atlántico para su entretenimiento. Cuando decenas de familias italianas escucharon hablar de América Central, tenían esa imagen en la mente.
A comienzos de la década de 1950, era común escuchar en algunos pueblos italianos sobre las bondades y las oportunidades que presentaba un pequeño país en América Central llamado Costa Rica. Una empresa llamada Sociedad Italiana de Colonización Agrícola (SICA) promocionaba en Italia la migración a nuestro país, pero los receptores del mensaje no sabían que aquí había poco más que nada para ellos.
Lejos de praderas y ciudades, los italianos que se decidían a venir a trabajar para la SICA –agobiados por las penurias y la destrucción que provocó la guerra en sus pueblos– se encontraron con la hostilidad de una selva virgen en un país tropical en el que llovía día y noche. No había destellos de destrucción pues no se habían construido siquiera caminos.
Con un destino diferente al de sus paisanos que ocuparon ciudades en Argentina, Brasil y Estados Unidos, los italianos que llegaron a Costa Rica después de la guerra no encontraron un paraíso; tuvieron que hacerlo desde cero. Esa historia, que ha puesto a latir muchos corazones y que hoy tiene consecuencias en otras esquinas del país, se empezó a escribir hace unos 65 años.
Memoria en el aire
San Vito de Coto Brus parece, a simple vista, un pueblo común fuera de la Meseta Central. En el corazón de la ciudad, un pequeño parque se rodea de negocios, una iglesia y cientos de casas. Como cabeza de uno de los cantones más pobres del país, San Vito no refleja la necesidad que se vive en sus pueblos vecinos; los locales del centro tienen en su mayoría trabajo, vivienda y transporte propio, además de cercanía a servicios de salud.
Tampoco hay muchos destellos de la influencia de los italianos que ayudaron a construir el pueblo. Son pocos los detalles que evocan a esa camada de campesinos europeos que se atrevió a hacer todo sobre la nada: en el pueblo se ven unas pizzerías, una estatua en honor a los pioneros del viejo continente, el centro cultural Dante Allighieri y unos pocos italianos de primeras generaciones que entre más envejecen menos salen de sus casas. Adicionalmente, es el único lugar del país donde es obligatoria la enseñanza del italiano en escuela y colegio.
Pocas señales hay en el San Vito actual que ayuden a los nuevos ocupantes y a los visitantes a reconocer que hace más de seis décadas habían llegado unos 500 constructores italianos –en su mayoría– a “preparar el altar para que otros celebraran misa”, como lamentó Vito Sansonetti (1916-1999) –agente de la SICA en Costa Rica y uno de los fundadores del pueblo– en su libro de memorias Quemé mis naves en estas montañas.
En el fondo de esta tierra se esconde una historia agridulce, donde hubo conflicto entre locales e inmigrantes, desacuerdos con el gobierno nacional y un sentimiento de los italianos de que el brío que soportaron por años fue a la postre aprovechado por quienes no reconocieron ni agradecieron su labor, a la vez que celebran el éxito de un modelo de colonia agrícola que no tuvo resultados similares en otros pueblos.
Ciao, campesinos
Después de la guerra, los italianos se caracterizaron por su rápido auge doméstico pero también por su capacidad de construir colonias donde fuera que llegaran. Impulsivos, dejaban sus pueblos en Italia en aras de buscar vida en otros lugares, dispuestos a trabajar en lo que fuera, para eventualmente, tal vez, regresar a casa.
A Costa Rica habían llegado italianos desde tiempos de la colonia, como apunta el investigador Emanuel Ramírez, del Centro de Investigaciones Históricas de América Central. Otros vinieron al país a finales del siglo XIX, para la construcción del ferrocarril, y fueron esos italianos los primeros en levantarse en huelga en Costa Rica, dadas las condiciones paupérrimas en que vivían.
Según el censo de 1892, habían 622 italianos en Costa Rica para entonces, solo superados en cuanto a grupos de inmigrantes por los españoles, que sumaban los 800 presentes. Cuando, durante la primera mitad del siglo XX, Italia se convirtió en una exportadora de humanos, los números solo empezaron a crecer en todo América.
En 1927, un grupo de italianos llegó a Punta Uvita en aras de poblar el sur del país, pero la colonia no prosperó como se lo habían imaginado. Lo mismo había pasado con muchas otras comunidades de europeos: los esfuerzos eran insuficientes dados los obstáculos de la tierra, el clima y el transporte.
Según Sansonetti, de los 19 intentos de colonización europea en Costa Rica solo uno tuvo éxito, y fue el proyecto de San Vito, cuyas consecuencias no fueron ni glamorosas ni inmediatas.
Atreverse, siempre
El escritor Gabriele D’Annunzio acuñó, a finales del siglo XIX, un mantra en latín que los italianos que construyeron San Vito se tatuaron en el corazón: memento audere semper , que se traduce al español como “acuérdate de atreverte siempre”. Así lo recordó Sansonetti en su libro de memorias, dejando en manifiesto el ímpetu de quienes hicieron de estas montañas un hogar.
Sansonetti era un comandante de guerra del ejército italiano. Llegó a Panamá en 1939, donde conoció a la costarricense Olivia Tinoco, de quien se enamoró al instante. Tras regresar a la guerra, se casó con ella en 1946 en Italia, y tres años después vinieron a que él conociera el país. Tenía la intención de regresar a Italia, pero imaginó otro futuro y se detuvo.
Don Vito se encantó con el paisaje de Costa Rica y en su cerebro se incrustó la idea de que los campesinos italianos pudieran venir a poblar una tierra fuera de los desaires y el ruido de la posguerra, con la tranquilidad que ofrecía un lugar en vías de construcción. Así las cosas, renunció al ejército italiano y empezó a buscar la forma de cumplir aquella faena.
Su padre, Luigi Sansonetti, fundó la SICA en Italia en 1950, donde buscó capital y apoyo del gobierno para exportar italianos a un pequeño punto del mapa americano. En Costa Rica, don Vito se reunió con políticos y en 1951 firmó un contrato con el gobierno que le daba permiso a la empresa de utilizar 10.000 hectáreas cercanas a la frontera con Panamá para construir, sembrar café y desarrollar otras industrias.
Sansonetti había visitado la zona de Coto Brus anteriormente, y por lo tanto sabía que la principal condición que debía pedirle al Estado era la construcción de caminos, pues no había forma sana de llegar al valle. Las primeras comisiones que llegaron lo hicieron mediante largos viajes en tren, lancha, camiones y mulas.
En febrero de 1952, Sansonetti dio por inaugurado el proyecto, con el primer golpe de hacha. Al cabo de unas semanas, obreros ticos se mezclaron con italianos en las alturas de Agua Buena, el último pueblo desde el cual podían empezar a abrir camino y pasar materiales.
Sabalito, una comunidad vecina, ya estaba poblada por algunos costarricenses, pero no hubo mucha interacción con los italianos. Giulio Sansonetti, hermano de Vito, se convirtió en el director del proyecto, y como tal decidió que el lugar se llamaría San Vito, no en honor a su hermano, sino al santo italiano denominado mártir de los inmigrantes, cuyo nombre dio vida a muchos otros pueblos emergentes en Italia.
Contra toda lluvia
Los primeros barcos con materiales e italianos llegaron a comienzos de 1952. Muchos de los obreros no sabían que si querían calles, tenían que hacerlas; si querían casa, debían construirla; y si querían alimentos, necesitaban tener paciencia. También llegaron unos cuantos italianos que se habían instalado en Moravia de Chirripó para sacar madera meses antes, sin mucho éxito.
Los barcos llegaban a Golfito, y de ahí los pioneros subían a Corredores en el tren de la bananera. En camión se transportaban de Corredores a Campo Tres, sin camino alguno, subiendo casi 1.400 metros de altura. De Campo Tres se llegaba a Agua Buena y de ahí a la Colonia en el medio de transporte que hubiese disponible para atravesar la selva.
Ese año llegaron varios barcos llenos de italianos solteros y otros con familia en Europa, todos dispuestos a trabajar, aunque sin saber bien en qué. En Sabalito un tico había sembrado café y determinó que la tierra era fértil y buena, así que los italianos empezaron a hacer lo mismo, a sabiendas de que debían esperar tres años para ver la primera cosecha.
Giulio murió en un accidente en avioneta ese mismo año, y su hermano Ugo asumió desde entonces la dirección del proyecto. En su libro, don Vito manifestó que los ánimos no cayeron como consecuencia: “Se puede decir que la muerte de él, en lugar de acabar con la empresa, le dio mayor vitalidad”.
En años venideros empezaron a llegar más colonos y sus familias. “La verdad es que llovía todo el tiempo, día y noche”, recuerda Ivo Consumi, uno de los primeros italianos in situ . “Fue una lucha sin fin: cuando se podía se comía y cuando no, no”.
Uno de los italianos, Fernando Politi, recuerda que entrando preguntó: “¿Dónde es la ciudad?”. Tremenda sorpresa se llevó al saber que esas montañas vírgenes eran “la ciudad”. Romilde di Mico, de 95 años, es la pionera más vieja que queda en el pueblo, y se le dificulta recordar algo en el San Vito de los 50 que no fuera solo montañas. “¡No había nada!”, dice. “Yo no quería venir, pero vine por mi marido”, cuenta.
Pero los italianos tenían esperanza, dado que a cambio de su labor el gobierno costarricense les daría terreno a precio de costo y construiría las calles para que las empresas surgieran. Para 1955, cuando se prevía la primera gran cosecha de café, la calle no se había empezado a construir y los italianos debieron levantar un aeropuerto en tiempo récord para mover la mercadería a San José.
Surgió el amor
Los directivos de la SICA pensaron que trayendo a las esposas e hijos de los colonos que tenían familia muchas cosas se facilitarían, pues los hombres trabajaban largas horas en la selva y descansaban solos, con muchas necesidades afectivas y biológicas desatendidas. En 1955, empezaron a llegar sus familias a acompañarlos, a ayudarles a poblar la zona y a unirse a la fuerza laboral.
Venían también familias enteras que se sumergieron en la selva juntos por primera vez, así como madres y padres solteros con todos sus hijos, después de haber perdido sus trabajos en Italia y de no encontrar más opción que salir de Europa. Entre los jóvenes que venían en los barcos surgió la descendencia italiana que actualmente todavía existe en el lugar.
Por ejemplo, el 8 de marzo de 1954, llegó a Golfito un barco proveniente de Italia, después de más de 40 días en altamar. Primero arribó al Canal de Panamá y de ahí se transportó a Golfito, como se estilaba. En la tripulación venían tres mujeres jóvenes de distintas partes de Italia que no se conocían entre sí y que hoy son de las pocas pioneras vivas en San Vito.
Gina Casalino, Armandina Papili y Liliana Sorte recuerdan el choque con la realidad cuando llegaron a Gol-fito y no había nada, y cuando luego vieron que en San Vito había menos. Armandina tenía 23 años y venía con su padre y dos hermanos; Gina tenía 13 y venía con su madre y sus seis hermanos; y Liliana tenía 14 y venía con su padre y su hermana.
Para finales de 1956 ya dos de ellas se habían casado. Armandina e Ivo Consumi, quien trabajaba en el aserradero, no paraban de verse durante días; un día se hablaron y en octubre de 1955 estaban casados. Liliana, por su parte, conoció al tractorista Guido Lerici cuando le sirvió por error sal en el café, y en un pestañeo se enamoraron. Por su parte, Gina y el ebanista Fernando Politi se casaron en 1962, luego de ser novios un par de años.
Como esas hubo decenas de historias de italianos que no se conocieron en la tierra natal, sino en San Vito, trabajando para la SICA y viendo complicado todo menos el amor durante esos primeros años de ocupación del territorio, todavía con escasos accesos viales y muchos inconvenientes por superar.
Sansonetti menciona en su libro a más de 500 italianos en San Vito, de los cuales casi 150 formaron parte de la construcción inicial del pueblo. Apellidos italianos como Altamura, Saretto, Cianfanelli, Gervasoni, Bertozzi, Pirola, Di Pippa, Chiulli, Ulcigrai, Fiori, Perozzi, Mazzero y Gilardi –además de los ya mencionados–, entre otros, participaron en la fundación. Algunos persisten en el lugar, y otros emigraron a otras partes del país, a Australia, a otros países americanos o de vuelta a Italia.
El desenlace
Tras casi una década de esperar a que el gobierno cumpliera su parte del contrato, una comisión de diputados de la Asamblea Legislativa viajó a San Vito a atender las quejas de los italianos, que señalaban a la SICA como responsable de sus problemas, mientras que la SICA acusaba al Estado.
En esa visita, los diputados confirmaron que la falta de vías de comunicación hacía imposible continuar con el desarrollo perenne del proyecto, y que la SICA había construido todos los servicios públicos, las casas y las calles con su capital. “Son de las mejores tierras del país; su clima es bueno aunque la cantidad de precipitación lluviosa ha sido, según los reportes que se han obtenido, inimaginablemente copiosa”, leía el informe.
Un año después, Ugo regresó a Italia y don Vito asumió la dirección de la empresa. Ese año, se decide que la SICA no va a construir más caminos pues ya no tiene presupuesto para ello, y el gobierno poco a poco empieza a confeccionar las calles.
Todos iban sobreviviendo, pero algunos italianos estaban endeudados y el café todavía no producía tanta riqueza como para que la situación mejorara. Algunos vendieron y se fueron, mientras otros fueron pacientes. La SICA, por su parte, tenía problemas financieros de alto orden y, al no poder solucionarlos, empezó a morir.
Antes de que el precio del café se disparara, a finales de los 70, la SICA se desintegró en 1976, 25 años después de sus primeras operaciones en la zona. De las 10.000 hectáreas, 3.000 quedaron en manos de italianos, y el resto se destinaron a costarricenses, que poco a poco empezaban a ocupar la zona en masa.
El pueblo floreció desde entonces, y por eso Sansonetti habla en su libro de “preparar un altar para que otros celebraran misa”. Los italianos que permanecieron en el pueblo abrieron restaurantes, ofrecieron varios servicios al pueblo y trabajaron más sus fincas, y con el tiempo empezaron a disfrutar de sus esfuerzos en una situación más cómoda.
“Un cantón como Coto Brus en ninguna parte del mundo se ha desarrollado tanto en tan pocos años” afirma Fernando Politi, orgulloso. “Hay lugares con 200 años de historia, pero aquí en 65 años no falta nada, ¡nada!”, agrega. Como él, los italianos que quedan recuerdan el agrio final de la SICA y lo empatan con la bonanza que vivieron años después.
“Los italianos somos valientes: hemos sobrevivido aquí”, dice Armandina Papili. “No todos fueron perfectos tampoco”, agrega Liliana Sorte. “Pero nosotros, los que estamos, tenemos una casa discretamente bonita y la ciudamos porque trabajamos duro para tener las cosas. Nadie nos regaló nada”.
De todos lados
La de los italianos es apenas una porción de una historia de inmigración en esta parte del territorio costarricense, donde hoy todavía es común el nomadismo de personas que llegan de pueblos cercanos, de jóvenes que se mueven a la ciudad, y de agentes y empleados informales que van y vienen.
Cuando los españoles llegaron a esta zona de Puntarenas, hace casi 500 años, se encontraron con indígenas recelosos del territorio, donde se presumía que había oro. En algún momento, ellos también migraron. Después, el territorio fue objeto de una pequeña guerra contra los panameños, y quién sabe cuáles otros movimientos humanos en ese lugar no se registraron en los libros.
Cuando el presidente José Figueres Ferrer visitó la colonia italiana, en la década de 1950, dio un discurso en el que tocó el tema de la inmigración, dados algunos roces entre locales y extranjeros. Viendo a la plaza, sin parpadear, don Pepe dijo: “Déjense de tonteras: barco más, barco menos, ¡todos hemos venido de afuera!”. Ese día, afirmó que para Costa Rica era un honor ver, junto a la bandera propia, la de Italia.
Con o sin banderas, con o sin acentos, más o menos locales o inmigrantes: los seres humanos que llegan eventualmente a San Vito se encuentran con una parsimonia ambiental y una escenografía maravillosa que envía un mensaje claro: aquí, pase lo que pase, venga el que venga, la vida sigue. ¡Bienvenidos los atrevidos!
El autor es nieto de Liliana Sorte y Guido Lerici, italianos que se conocieron en San Vito y tuvieron seis hijos. Su madre fue una de la camada, parte de la primera generación de italianos nacidos en San Vito, y se casó con un costarricense también nacido en la zona, por lo que su linaje directo se remonta a los locales e inmigrantes del pueblo retratado en este reportaje.