Antes de convertirse en un aprendiz de narcotraficante, a Saúl le gustaba jugar con legos, era un niño más tratando de armar figuras con pequeñas piezas de colores, pero a los 12 años cambió ese juguete por un puro de marihuana; un año después empezó a vender drogas entre sus compañeros del colegio. Tres años después está internado en un centro de rehabilitación para menores adictos, por orden de un juez.
Los muchachos con los que convive son en su mayoría menores que el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) tomó de familias disfuncionales o de hogares en los que incluso los progenitores consumen o venden drogas. En 2023, el PANI internó en los tres centros de rehabilitación disponibles en el país, 346 menores, un 35% más que en 2019.
Atrapado en ese lugar, Saúl intenta recoger del suelo las piezas de su vida y rearmarse. No lo tiene sencillo, viene de una familia disfuncional y su padre lo abandonó para marcharse con una muchacha de 19 años. “Mi madre solo me dijo que él se fue de viaje”, dice el joven al recordar ese episodio. Como la mayoría de menores con dependencia a las drogas, salió del sistema escolar antes de concluir sus estudios y cosechó muchos problemas y enemigos.
Saúl no es su nombre real, lo utilizamos para proteger su identidad, pues tiene 16 años. De las imágenes que tiene en su mente antes de llegar al centro, recuerda la de varios policías forzando la puerta de su habitación mientras él inhalaba cocaína. Ingresaron con autorización de su mamá, revisaron el lugar, hallaron drogas y lo detuvieron.
“El 6 de enero de 2024, estaba en mi cuarto consumiendo, mi madre llega, me abre la puerta y ve un montón de droga en mi escritorio. Entonces, yo me asusto y la corro a ella hacia la puerta y cierro con seguro; seguí consumiendo y luego me recosté. En el momento que estoy acostado me botan la puerta: era la policía y empiezan a revolcar el cuarto”, relata el joven.
Esa fue la secuencia final, pero la película que narra el camino de Saúl hacia el consumo de drogas, el narcomenudeo, la detención y el internamiento se inició muchos años atrás. “Yo a los seis años ya sabía lo que era pasar todo el día solo en la casa, porque mis padres trabajaban”.
Ese niño que, asegura, pasaba horas sin compañía ni supervisión, probó la marihuana a los 12 años; estaba con unos amigos en un parque para patinar. Un año después, a los 13 años, su madre descubrió que consumía marihuana y decidió dejar de darle dinero para ir al colegio, la intención era que ya no pudiera comprarla y dejara de fumar, pero Saúl encontró una solución: vender drogas.
Al principio solo vendía hierba a compañeros, pero luego consiguió un contacto a través de redes sociales que le suministró cocaína, tusi (cocaína rosa), wax (extracto puro derivado de la hoja de marihuana) y ketamina, entre otras sustancias.
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Varias veces a la semana, Saúl tomaba un Uber que lo llevaba desde el este de la capital hasta una lujosa casa ubicada en las montañas entre Escazú y Santa Ana, allí un sujeto mayor le suministraba el “producto” y regresaba de la misma manera. Para ese entonces, de acuerdo con la versión del menor, su madre sabía que vendía marihuana, pero desconocía que traficaba otras drogas más fuertes.
Al tiempo de vender cocaína empezó a consumirla hasta llegar al punto de “desayunar tres rayas”. Poco a poco, las drogas consumieron a Saúl, necesitaba “un pase” casi para cualquier actividad. “Siempre pasaba todo olido”, reconoce.
De niño ostentoso a rehabilitación por consumo de drogas
Viste una camiseta de marca color vino, lleva un pantalón beige y tenis caros; sobresale entre los demás internos. Su ropa habla de un pasado con algo de dinero; habla de un pasado en el que era el “patrón” del barrio; habla de un pasado en el que, cualquier día de la semana, le decía a sus amigos: “nos vamos a la playa, yo invito”.
Tenía una novia mayor que también consumía e iba a fiestas en “La Cali”, el lugar de moda entre los jóvenes de San José. Vivía en un círculo –literalmente– vicioso: vender drogas, consumir, ir a fiestas, gastar. Vender drogas, consumir, ir a fiestas, gastar. No conocía los límites.
La falta de controles es un patrón en la vida de Saúl. Recuerda que de niño no faltaba nada material en su casa, sus padres siempre le dieron todo lo que necesitaba, pero reclama que le faltó atención, controles y vigilancia.
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En la actualidad, reconoce que las ideas que él calificó en su momento como las más inteligentes, son las que lo tienen recluido en un centro de rehabilitación. Por ejemplo, dice que cuando se le ocurrió vender drogas para financiar su consumo, pensó que era algo brillante y ahora se da cuenta de que no era así, que solo empeoró su situación.
Cuando fue sorprendido por la Policía y llevado a una celda, confiesa que pensó en suicidarse. En la actualidad, cumple con la rutina del centro de rehabilitación, debe levantarse antes de las 6 a. m., ordenar su cama, bañarse, participar de las terapias matutinas, colaborar con la limpieza y estudiar.
“Me da miedo no saber qué va a pasar conmigo después de acabar el programa de rehabilitación, me da miedo no saber desenvolverme bien en la sociedad (...) no poder dejar de consumir. Yo la cocaína no la quiero volver a ver, porque me ha robado mucho, pero todo el tiempo paso pensando en fumar marihuana y eso me da miedo”.