Obligados a escapar por la creciente violencia de las pandillas, al menos 1.500 salvadoreños eligieron este año vivir en Costa Rica para intentar reconstruir su vida y recuperar lo que perdieron en su país.
Aquí pretenden recobrar la calma de saberse a salvo en la casa, la certeza de salir a trabajar sin recibir amenazas de muerte y la normalidad que se teje en medio de lo cotidiano, como cuando se va a traer el pan en las mañanas o se hacen las compras en el supermercado.
Por ello, los migrantes salvadoreños llegan con altas expectativas, pero son ilusiones que se rompen con el pasar del tiempo por la demora de los trámites, las dificultades de hallar empleo, la incertidumbre de encontrar una casa y el proceso de adaptación mientras se está en una condición vulnerable.
Andrés (nombre ficticio por motivos de seguridad) vino por primera vez al país en diciembre del año pasado cuando trabajó en un proyecto temporal de construcción en Limón, junto con otros 92 salvadoreños.
Con el dinero que había ganado aquí, pintó su vivienda en El Salvador y le cambió el piso. Una decisión así de habitual llamó la atención de las pandillas y un día uno de sus integrantes se le acercó para informarle que si que él y su familia querían “seguir viviendo bien” tenía que empezar a pagar $400.
“Les empecé a dar el dinero, pero cada vez que entraba a la casa me pedían que les diera algo aparte de los $400”, asegura Andrés.
Él era chofer de microbús en la ruta 42 de San Salvador y en una ocasión tuvo un episodio con un marero en el que por poco pierde la vida.
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“Esa vez estaba en una calle dentro de la microbús, esperando mi turno para hacer el viaje, cuando de repente llegó un chamaco de la nada y me dijo ‘te vas a morir’ y me disparó en la cabeza. Cuando sentí el quemón arranqué y manejé a cien hasta donde aguanté”.
Su teoría es que quien le disparó lo estaba confundiendo con un pandillero.
Pueblo chico, infierno grande
El Salvador, el país más pequeño de Centroamérica, está asediado por las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 y es considerado uno de los más violentos del mundo.
En el 2015, se registraron allí 6.650 homicidios alcanzando la tasa de 103 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Mientras que en el 2016, la tasa fue de 81,7 homicidios por cada 100.000, atribuidos principalmente a las maras.
En tanto, Costa Rica reportó una tasa de homicidios de 11,8 por cada 100.000 habitantes.
Andrés regresó a suelo costarricense con su familia hace cinco meses, con el plan de quedarse y manteniendo la esperanza de encontrar trabajo rápido, pero se siente frustrado porque las puertas aún no se abren.
“Anduve caminando por todas las calles de aquí cerca buscando obras de construcción para trabajar, pero siempre me decían que sin permiso laboral no podía, que solo con el pasaporte no”, relata.
En Costa Rica, las personas tienen la posibilidad de pedir refugio en los puestos fronterizos, el aeropuerto o en las oficinas de la Dirección de Migración, en La Uruca. En ese momento, se les brinda un documento que certifica que están a la espera de una resolución sobre un trámite migratorio y no pueden ser deportados.
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Además, cuentan con acceso gratuito a los servicios de salud y educación y al cumplir los tres meses dentro del territorio nacional pueden optar por un permiso de trabajo.
La espera también es un golpe bajo. La Unidad de Refugio de Migración, que se encarga de recibir las solicitudes y emitir una recomendación sobre ellas, actualmente tarda cerca de 11 meses para efectuar la entrevista, que corresponde al primer paso del proceso que definirá si se otorga o no la condición de refugio.
“Nosotros como oficina no estamos en capacidad de dar respuestas oportunas a las necesidades de estas personas (salvadoreñas), que vienen en condiciones muy vulnerables y que necesitan una contestación inmediata al presentar la petición”, reconoce Allan Rodríguez, director de la Unidad de Refugio.
La avalancha de solicitudes (ingresan unas 600 por mes) y la falta de personal dificultan que el departamento conceda una respuesta ágil, como por ejemplo, ocurría hace un año cuando entre la solicitud y la entrevista pasaba máximo un mes.
El flujo migratorio de los salvadoreños tomó fuerza en el 2015 cuando se registraron 801 peticiones de refugio, mientras que en el 2016, el total fue de 1.471 solicitudes.
No obstante, aunque las cifras sean elevadas el nivel de las aprobaciones no es significativo. Hasta setiembre, se habían avalado solo 54 diligencias. Según Rodríguez, esto sucede porque las personas no fundamentan bien su solicitud de refugio o simplemente no califican para obtenerla.
El estatus de refugiado se le concede a quien compruebe que su vida corre peligro en el país de origen y que el Estado no hace nada para protegerla. Son personas con temores fundados de ser perseguidas por su preferencia política, sexual o religiosa, o bien por su género, nacionalidad o por pertenecer a un grupo, por ejemplo, ambiental.
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Aunque el sistema para otorgar el estatus de refugio –único en América Latina– es considerado un proceso virtuoso del país, en la actualidad el esquema no resulta efectivo por la tardanza en los tiempos de respuesta ante la alta demanda de solicitudes que provienen, en su mayoría, de salvadoreños, venezolanos y colombianos.
Escape silencioso
Jorge (otro nombre ficticio para proteger la identidad) y su familia padecieron el acoso de las pandillas en carne propia.
Fueron hostigados por maras al punto que utilizaban su casa como escondite y también le asignaron a su familia un vigilante que en ocasiones se subía al techo de la vivienda para enterarse de lo que estaban haciendo.
Sin embargo, el escenario se agravó en diciembre cuando Jorge recibió la llamada de un hombre desde una cárcel en la que le indicaban que debía pagar $10.000 y que le daba la facilidad de hacerlo en “cuotas”.
“Me dijeron que si no pagaba me iban a matar”, relata.
Decidieron huir de El Salvador, un viernes de mayo, a la medianoche. Dejaron su casa con los muebles y los electrodomésticos en el lugar de siempre para no levantar sospechas. Tomaron un autobús cargando unas pocas maletas con ropa y 20 horas más tarde estaban en Costa Rica.
Esa es la forma más común en la que están llegando los salvadoreños al país: en grupos familiares, trasladándose por tierra y con escasas pertenencias.
En ocasiones, ya conocen de antemano a alguien que los ayuda a resolver adónde van a vivir y qué van a comer durante sus primeros días aquí, pero también hay quienes vienen sin tener contactos previos.
“Muchas veces tenemos literalmente a las personas con las maletas haciendo fila para pedir el refugio en Migración, llenan la solicitud y después nos dicen: ‘¿ahora qué?, ¿como nos pueden ayudar? Ahí es cuando acudimos a las organizaciones de la sociedad civil”, indica Rodríguez.
Además, son personas que llegan emocionalmente frágiles debido al mismo ambiente de violencia con el que han convivido tanto tiempo. Por lo general, están acostumbradas a dormir poco y a estar alertas. A veces, incluso, traen duelos muy recientes por el asesinato de familiares o vecinos.
Cuando Jorge y su familia lograron solventar el alquiler de una vivienda mediante el apoyo de una organización, les llevó tiempo adaptarse a la normalidad.
Era habitual que hablaran en voz baja para evitar que alguien los escuchara, como si el vigilante de las pandillas los siguiera rondando, y todavía le colocan un candado a la puerta, aunque a la par de ella hay una ventana sin vidrio.
Aunque algo positivo fue que dejaron de dormir por las tardes y retomaron el descanso en las noches, pues en su antiguo barrio salvadoreño debían pasar las horas de oscuridad atentos a si algún pandillero intentaba hacerles daño.
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Jorge destaca que por primera vez sus hijos adolescentes salieron solos de noche, ya que en El Salvador toda la familia iba junta a cualquier parte por el temor de que algo trágico les pasara.
Su esposa, a quien llamaremos Ana, cuenta que a los pocos días de haber llegado a Costa Rica, compró su tiquete para regresar a El Salvador, pero luego cambió de idea.
“Le dije (a Jorge) que no estábamos haciendo nada, nuestros hijos estaban siendo dañados psicológicamente, les decían ‘perros’, ‘sapos’”.
A veces es demasiado duro, aquí es más psicológico, más de paciencia y más de pensar que no tenemos las armas para poder traer el alimento a la casa”, asegura Ana.
Y es que encontrar un trabajo sigue siendo un problema para la familia. Pese a que ya Jorge tiene el permiso laboral, dice que a los lugares a los que acude para pedir el empleo, lo rechazan por no tener la cédula de residencia.
En criterio de Rodríguez, los salvadoreños tienen dificultades para encontrar trabajo en Costa Rica, porque muchos saben desempeñarse en oficios, pero carecen de un nivel profesional y esto los limita al momento de integrarse al mercado de trabajo.
Ambos resaltan que tampoco estaban preparados para vivir en un país mucho más caro al que estaban acostumbrados.
“Traíamos una cantidad de dinero que yo pensé que nos iba a alcanzar, pero llegamos acá y 100 se hicieron 50 y 50 se hicieron 25. Sentimos ese cambio exorbitante”, dice Jorge.
Esfuerzos
Ante los vacíos que existen en el país en el tema de refugio, el Gobierno en conjunto con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiado (Acnur), impulsan el Marco Integral de Protección y Soluciones de Respuesta a la Situación de Personas Refugiadas en Costa Rica (Minare), el cual quiere poner en marcha una serie de medidas para reforzar las políticas de integración y pretende que se agilicen las respuestas para los solicitantes.
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Una de las iniciativas plantea que el permiso laboral se otorgue al mismo tiempo que la persona realiza la petición para quedarse en el país.
Asimismo, sugiere que el carné de refugiado sea similar a la cédula costarricense para que se facilite su reconocimiento en las entidades bancarias y en los centros de salud, que en ocasiones niegan la atención al invalidar el documento.
Carmen Muñoz, viceministra de Gobernación, explica que otra de las intenciones de la iniciativa, es que se incorpore la variable migración en las políticas contra la pobreza y de asistencia social al Plan Nacional de Desarrollo. Se prevé que el Minare entre a regir en el 2018.
El año pasado, Costa Rica enfrentó una crisis migratoria por la llegada de miles de africanos y haitianos que intentaban viajar hacia Estados Unidos, a los cuales Nicaragua les cerró la puerta con su aparato militar y policial.