Matina, Limón. La cola roja que sostiene la trenza de Nancy García resalta entre su ropa negra; viste botas de hule, mezclilla gastada y una vieja blusa de manga larga para combatir el ejército de zancudos que la acecha y protegerse del sol.
Habla poco, no puede perder el tiempo. Debe cortar hojas de yute, apilarlas, soasarlas, eliminar las partes tostadas o agujereadas y preparar rollos de tres kilos. Luego, debe cargar cada paquete y llevarlas hasta un camión.
Las jornadas de trabajo inician cuando sale el sol y terminan avanzada la tarde. Además de los mosquitos, la joven se expone a las culebras y a cortarse con un machete o la cuchilla curva que usa para rayar las hojas.
Cortan yute porque la hoja de plátano es menos flexible debido a los químicos que reciben en las fumigaciones. El yute es una planta más pequeña y sin frutos.
El trabajo es mucho y la paga es poca. Nancy, cabécar de 16 años, recibe entre ¢140 y ¢150 por cada kilo de hojas; en la Gran Área Metropitana (GAM) ese producto se venderá hasta en ¢1.500.
En diciembre, época de mayor demanda de hojas para tamales, Nancy y otros tres miembros de su familia recolectan 400 kilos por día para ganar unos ¢60.000 diarios, saben que este mes representa una oportunidad para obtener el dinero que les ayudará a sostenerse durante primeros meses del próximo año.
La misma realidad viven otros 500 cabécares que se dedican a esa actividad en las montañas que dividen Limón con Cartago. Es un escenario desconocido para los amantes de los tradicionales tamales.
Los que tienen más suerte venden su cosecha a Grace Álvarez, vecina de Baltimore, en Matina de Limón, a ¢200 o ¢250 el kilo, según la demanda. Álvarez y su esposo revenden las hojas a la mayoría de supermercados nacionales por ¢350 el kilo.
El resto de indígenas debe lidiar con intermediarios que llegan, en sus vehículos 4x4, las primeras tres semanas de diciembre a tratar de llevarse el kilo de hojas hasta por ¢80.
Tito Mora, cábecar de 48 años, sabe que es injusto vender los kilos de hojas a ese precio, pero tampoco puede darse el lujo de retenerlas y que se pudran en el patio de su pequeña casa de madera.
"Vienen (los intermediarios) y nos dicen que las hojas no se están vendiendo bien en San José, nosotros no podemos saber si eso es cierto o no", declara Tito, de 48 años.
Para llegar a la casa de Tito hay que cruzar dos ríos y superar un camino de piedras que se vuelve intransitable cuando llueve, no hay servicio de telefonía, señal de televisión abierta y el médico llega apenas una vez al mes.
"Nosotros no vamos a San José, no tenemos cómo preguntar y ver si lo que nos dicen (los intermediarios) es cierto, solo nos dicen: 'vea Tito, el mercado está malo, el precio está malo'", agregó el hombre, quien tiene 28 años de dedicarse a este oficio.
Sus posesiones más valiosas son tres caballos flacos que le ayudan a bajar las cargas de hojas desde la montaña.
A varios metros de la casa de Tito, Armando Aguilar, de 24 años, agrupa bultos de hojas al lado de una quebrada, en una hamaca descansa su esposa, Amparo, quien tiene ocho meses de embarazo.
La mujer, pese a su estado, ayuda a soasar y cortar hojas. Muy cerca, en la quebrada, los tres hijos de la pareja escapan del calor.
Armando tiene una plantación de la que saca, en diciembre, 2.500 kilos, los cuales representan un ingreso de ¢500.000 si logra vender cada kilogramo en ¢200, pero eso es una tarea difícil debido a que los precios cambian a diario.
"Yo solo vendo las hojas, no sé en cuánto las venderán en San José, no tengo ni idea cuánto cuestan en San José. Este mes (diciembre) para nosotros es bueno, en el resto del año se venden muy pocas hojas y, con costos, nos ganamos ¢200.000 por mes", comentó Aguilar.
El resto del año
Como en la mayoría de los seis cantones limonenses, las bananeras son una importante fuente de empleo.
Sin embargo, en las montañas de Matina, donde habita la mayoría de cabécares de la zona, no hay bananeras.
Frente al desempleo, las familias siembran palmito, pejibayes, maíz y frijoles en sus casas para sobrevivir.
La única fuente de ingresos, durante el resto del año, es vender ocasionalmente hojas para tamales a algunas tamaleras o mercados de la GAM.
Otro pequeño grupo de cabécares le suministrarle su producción a Grace Álvarez.
Ella, junto a su esposo, suple de hojas a una empresa sancarleña que las exporta hacia Estados Unidos.
En 2016, vendieron 33 contenedores de hojas para tamales, cada contenedor equivale a 20.000 kilos.
Rodolfo Dobson, esposo de Grace, afirmó que ellos compran, de enero a noviembre, entre ¢140 y ¢150 el kilo y asumen el resto de costos como transporte, acarreo y empaque. Emplean 12 personas de forma directa y 60 de forma indirecta.
En diciembre, Rodolfo y Grace ponen en pausa el negocio con la exportadora y se dedican a atender la demanda local.
Según Dobson, en las primeras tres semanas de diciembre suministran 98.000 kilos de hojas en diferentes supermercados del país.
De acuerdo con Dobson, los tramos de mercado y supermercados asumen riesgos como que no se venda a tiempo el producto y deban botarlo. Por eso, afirma, entiende que suban los precios, pues, deben asegurarse una ganancia.
La familia de Dobson tiene 15 años de dedicarse a este negocio.