En otros tiempos, cuando amigos o familiares le proponían ir a comer, José Cañas sudaba de la congoja. La comida era algo malo. Terrible. Tan malo que cuando almorzaba pedía permiso inmediatamente para ir un momento al baño y sacar de su estómago eso que contradecía su obsesión por bajar de peso.
Hoy lo citamos en la soda Oasis, en Llorente de Tibás, y acude sin problemas para contar que en esa época no le bastaba haber perdido 25 kilos en tres meses. Sentía placer en sentirse los huesos saltados y cada cucharada de arroz atentaba contra esa sensación. Disfrutaba habitar el mundo de los no gordos, ese que tanto envidiaba cuando compraba pantalones talla 40 o cuando veía la báscula marcar cifras que ahora no quiere recordar. Ahora no se sube a una báscula ni en broma.
Esto lo cuenta sentado en la mesa de la soda bebiendo un café con leche sin descremar y dándole a su hijo un yogur normal. Endulza el café con sustituto de azúcar porque aún le preocupa volver a ser gordo. Lo reconoce. Es un tema diario, sigue temiéndole a la grasa, pero ya todo es diferente: la anorexia quedó en el pasado.
“Ahora lo veo y es que yo tenía el cartón lleno. Ya había llegado a puntos preocupantes”, dice Cañas, quien ahora dedica su talento musical a una campaña de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura) diseñada para evitar que en el mundo se desperdicie la comida. Las vueltas de la vida.
Antiácidos y purgantes. Su relato casi no requiere preguntas. Cañas reconstruye en automático el trastorno que tuvo hace casi diez años, salvo algunos detalles de contexto que acepta responder a manera de paréntesis. Mientras lo cuenta, se le viene a la cabeza un elemento que creía haber olvidado: las semanas en que le robaba los antiácidos a su mamá para intentar acelerar la digestión.
Después vinieron los purgantes y fuertes tés digestivos que le ayudaban a sacar de su cuerpo cualquier rastro de comida.
Pero todo comenzó desde el colegio, según José. Él era un adolescente gordo que consideraba que había dos mundos: el suyo y el de los flacos. Es decir, el suyo y el de los exitosos, seguros, atractivos, ágiles y sanos.
El karate y los ejercicios lo convirtieron en gordo “empacado”, pero gordo al fin y eso no podía aceptarlo, aunque hoy, sentado en la mesa de la soda, dice que la experiencia le ayudó a percatarse de que en realidad era “un gordo feliz”.
Esto lo dice ahora, que la gordura y la flacura resultan inútiles para describirlo. Su contextura es absolutamente equilibrada para su estatura más bien baja. Si hubiera que caracterizarlo, nadie haría referencias a su peso. Quizá empezaría por su cabeza calva sin saber que está aludiendo a una de las herencias de la anorexia.
José recuerda cuando se pasaba la mano por la cabellera y el efecto era como si se la rasurara. Recuerda cuando se despertaba por la mañana y veía en la almohada tupida con el pelo que ya no podía sostenerse al cuero cabelludo. Estaba descalcificado.
Tenía unos 20 años y se estaba quedando pelón a la edad en la que muchos en su universidad llevaban el pelo largo.
Esta era una consecuencia directa de la decisión repentina que tomó en sus primeros meses de universidad. De repente, un día cualquier se levantó y dijo “basta”. Me entró fuerte la vanidad y decidí que ya no sería gordo. Empecé a dejar de comer y a tomar esas cosas para adelgazar. Después sentí placer en perder peso y quería más y más. Hasta que se hizo obsesivo”.
Cayó en la anorexia. Llevaba en su cuerpo, pero sobre todo en su mente, uno de los peores trastornos alimentarios, con el agravante de que jamás iba a admitirlo ante su familia o amigos porque la anorexia, además, es una enfermedad “de mujeres”. El 95% de los casos se presentan en ellas, como blancos comunes de la presión social por la estética, entendida esta en mucha ocasiones como delgadez. José estaba dispuesto a disimular ante cualquiera esa distorsión de sí mismo y ese repudio a la comida.
No iba a contarlo aunque el pelo se le cayera por mechones o aunque una y otra vez se quedara “sin luz” en las sesiones de gimnasio con que pretendía quemar lo poco que comía. A veces pasaba el día con dos rebanadas de pan integral y un puño de ensalada. No iba a contarlo aunque era consciente de que se le estaba hundiendo el pecho y, por tanto, se iba jorobando.
Su mamá lo intuía, sobre todo cuando lo veía llegar a la mesa con los ojos inflamados después de vomitar de la manera más silenciosa existente. Se le veía también en los cambios de humor, pero él no estaba dispuesto a reconocerse víctima de una enfermedad “de mujeres”, de un trastorno motivado en primera instancia por la vanidad.
En un joven varón, parte de la vanidad obliga a disimular la propia vanidad.
“Uno lo niega y en parte la gente alrededor también entra en esa negación; todos haciendo como que no pasa nada sabiendo que algo pasa”, reflexiona José, antes de admitir que solo un amigo se atrevía a hablarle claro, a pedir que dejara de hacer estupideces y que si seguía así iba a morir.
No más. Y, de repente, igual que un día se levantó y se juró salir del mundo de los gordos, también un impulso repentino lo sacó de la anorexia. Conocer de cerca a otra muchacha anoréxica, con nueve años de tratamientos médicos y sicológicos fracasados, hizo que José reaccionara por su propia fuerza. No lo dice con esta palabra, pero podría concluirse que actuó por miedo.
Quedó en el límite. Un poco más y cae en el pozo en que solo los tratamientos médicos pueden actuar… cuando el paciente reconoce tener el trastorno que, en este caso, José jamás pensaba admitir ante nadie. Su mundo, el de los gordos o el de los flacos, es a fin de cuentas un mundo machista. Tampoco quedó ileso. Además de su calvicie prematura, padeció problemas musculares y sintió los dolores del desgaste en las rodillas. Sus músculos ya no fueron los mismos. “Se me quemaron”, dice él tocándose el brazo.
Se acabó el café y su hijo medio ha probado el yogur. La fotógrafa le pide posar y José, que se mueve entre artistas y músicos, accede gustoso. Se siente bien con sus kilos sin saber cuántos son. A una báscula no se sube ni en broma.