La casa de los Romero Zúñiga está a 200 metros de la estación del tren de Turrialba, en el barrio Corazón de Jesús.
Es de madera, tiene dos pisos. Rústica, muy cálida, siempre impregnada del olor a fogón, encendido desde buena mañana por la hacendosa doña Anabelle.
Es un día cualquiera a finales de los 60 del siglo pasado. La casa respira y se mueve como si le diera vida el trajín constante y ordenado de sus 18 habitantes: el papá, don Efraín Romero Aguilar; la mamá, doña Anabelle Zúñiga Pereira, y sus 16 hijos.
Al barullo se suman dos o tres forasteros a los que Anabelle acoge ocasionalmente cuando bajan de las montañas de Platanillo, Tuis o Pejibaye. Salieron el día anterior hacia el centro de Turrialba. Vienen a citas al hospital o a hacer alguna vuelta.
Esta casa tiene la reputación de abrigar a los necesitados. No tiene un rótulo que lo anuncie, pero ya se corrió su fama de albergue temporal y gratuito para los más pobres.
Ahí vive un chiquillo pizpireto que cuenta, si acaso, con tres años. Es Juan José, el menor de los 16 hijos de Efraín y Anabelle.
Jota, como le dicen, corretea de un lado a otro con su regalo de Navidad: un velocípedo verde y blanco cuyos pedales mueve con la fuerza que le da estar al inicio de la vida.
Mientras Jota se desplaza veloz y ágilmente con su nave, su memoria graba los sonidos de la vieja locomotora, que pita para anunciar que llegó a la estación.
La casa está muy cerca del cruce de caminos de la línea férrea. El maquinista lo sabe y avisa que está a punto de arribar. Es el sonido que perciben los oídos de Jota quien, sudoroso y agitado, se desplaza por los cuartos, la sala y la cocina, haciendo traquear el piso de madera y pidiendo que le abran paso por aquella casa grande que se queda chiquitita con ese gentío.
En el fogón, doña Anabelle cocinó arroz, frijoles y banano sancochado, uno de los bocados preferidos de Jota. De una finquita que la familia tiene en Platanillo trajeron ñampí, plátano maduro, malanga y tiquisque.
La despensa está llena y, aunque hay muchas bocas que alimentar, a ninguna le faltará comida.
Jota medio siglo después
Dicen que Turrialba es un puerto sin mar por su calor húmedo, muy caribeño. Es un pueblo con historia de bananales, plantaciones de caña y café, y ganado lechero; un sitio que alguna vez marcó el límite entre los habitantes de Limón y los de la capital.
Ahí, en Turrialba, nació Juan José Romero Zúñiga, el chiquillo del velocípedo verde y blanco, convertido a sus 55 años en veterinario y doctor en Epidemiología, docente de la Universidad Nacional (UNA).
Estuvo entre los especialistas más consultados por la prensa durante la pandemia de la covid-19 y es fuente de referencia para temas de salud pública.
Más de medio siglo después de aquel viaje en velocípedo, del sonar del tren y la inolvidable comida de doña Anabelle, la casa del barrio Corazón de Jesús sigue entre los recuerdos más consentidos de este investigador, académico y analista de la realidad nacional.
Juan José vivió en aquella casa hasta los ocho años. Luego se trasladó con su familia al puro centro de Turrialba, a la par de la Municipalidad, donde la formación que le dieron 15 hermanos mayores, su papá y su mamá lo terminaron de convertir en el hombre que es.
“Mi papá era agricultor; mi mamá, hija de campesinos. Se casaron muy jóvenes. Mamá acababa de cumplir 17 años. Al año siguiente, ya tenía su primer hijo y así nos fuimos hasta que a los 37 me parió a mí. Dieciséis partos en veinte años”, relata.
Como católicos devotos, en especial doña Anabelle, se trasladaron de Santa Cruz al centro de Turrialba para dar educación formal a sus hijos; lo hicieron movidos por consejo de sacerdotes amigos de la congregación de San Vicente de Paúl, patrono de la parroquia de Turrialba.
Don Efraín le enseñó a Juan José y a sus 15 hermanos (Ismael, Mario, Guido (qdDg), Luci (qdDg), Asdrúbal, Rita, Guadalupe, Efrén, Luis Antonio, Hernán, Zaida, Róger, Heriberto, Alfonso y Águeda) a valorar el trabajo. Lo hizo con su ejemplo, pero también los puso a trabajar en fincas.
“En Platanillo, papá tenía una finca y el comisariato del pueblo, que era pulpería, cantina y pool (billar). Mi papá tuvo vaquitas lecheras. Podría haber hecho más, pero mantener a 18 no era nada fácil.
“Era supertrabajador. Eso nos lo heredó. Todos pasamos por las fincas. En algún momento llegó a tener tres: en una, ganado; en otra, un cortecito de café y en otra, un cortecito de caña”, recuerda Juan José.
Su progenitor fue miembro fundador de la Cámara de Cañeros del Atlántico y de la Cooperativa de Caficultores de La Suiza de Turrialba. También perteneció a la junta edificadora del actual templo de Turrialba, pues era muy activo en cuestiones sociales.
LEA MÁS: ‘No era momento de cambiar restricciones’ frente a la covid-19, afirma epidemiólogo
“Mamá estaba a cargo de nuestra educación y cuido. De ella decían que era una santa. No soy quién para decir que no. Aceptaba en la casa a todo el mundo. Uno llegaba y se encontraba a alguien acostado en el sillón o a una persona ocupando la cama. Era gente muy humilde que venía de lejos y necesitaba un sitio para quedarse porque al otro día tenía que ir al Seguro", recuerda.
La pareja logró que todos sus hijos fueran la escuela y al colegio, y varios llegaron hasta la universidad. Juan José, particularmente, salió bastante aplicado... en el fondo, por una razón muy poderosa.
“¿Por qué yo estudié mucho? Todos desfilamos por la finca. Yo corté, sembré y cargué caña, desde chiquitillo jalaba almuerzos. A los 8 años me quedaba haciendo cargas de caña para que los mayores las jalaran.
“Más grande, me tocó cortar y cargar caña, un trabajo muy duro. Para nosotros era más bonito coger café, sembrar, podar y volar machete. Me tocó chapear potreros”, cuenta.
Cuando Juan José cursaba el primer año en el Colegio Clodomiro Picado, donde empezó la secundaria, sucedió algo con su papá que lo marcó para toda la vida.
Una tarde de tantas, el entonces adolescente hacía la tarea en la mesa del comedor cuando don Efraín llegó de trabajar en la finca.
“Me acuerdo como si hubiera sido hoy en la mañana: ‘Papillo, me dijo, cuidado me trae una nota mala porque me lo llevo conmigo a cortar caña'. ¡Listo! Con eso fue suficiente ¿Usted cree que me iba a arriesgar a ver si era cierto o mentira? ¡No! Porque la palabra de papá era palabra.
“O yo aprovechaba la oportunidad, o me mandaban al cañal. Para mis papás, especialmente papá, estudiar era una opción. En su cabeza, no era obligatorio mandar a los hijos a la escuela. Pero nosotros teníamos la oportunidad y si no la aprovechábamos teníamos que ir a trabajar. Porque vagabundos, dijo, ‘no voy a tener ni a mantener’. Entonces, cuando me dijo que si no tenía buenas notas me sacaba del colegio, ¿usted cree que yo me iba a poner a cuestionar esto? ¡nooo!”.
De Turrialba a Holanda con parada en San José
La historia de Juan José Romero es muy parecida a la de muchos turrialbeños que debían salir de la campiña para llevar estudios superiores en la capital. Sus hermanos mayores lo hicieron; algunos, incluso, para cursar la secundaria en el Colegio Seminario.
Así que Jota no fue la excepción. Recién graduado del Colegio Agropecuario de La Suiza, logró ser admitido para estudiar Medicina Veterinaria en la UNA.
“Le agradezco a la orientadora del colegio, que fue la que llenó los papeles por mí para entrar a la universidad. Yo entré a Veterinaria gracias a la profesora Idalí Cascante. Si mil veces nazco, mil veces seré veterinario”, asegura.
Salió de Turrialba a vivir a la capital, desde donde viajaba a Heredia todos los días a estudiar. Se identifica entre “esos maiceros que no saben cómo caminar por San José“.
Los buses de Turrialba paraban al pie de Cuesta de Moras, y quienes viajaban a la capital desde zonas rurales, como él, se movían por la avenida central, que tomaban como punto de referencia para movilizarse hacia otros sitios.
Juan José vivió con su hermana Luci hasta que se casó con la arquitecta e historiadora Marcela Otárola Guevara. Luci, quien falleció en el 2021, fue su segunda mamá porque cuidó de él desde pequeño.
El 10 de enero de 1998, Jota se subió en un jumbo rumbo a Holanda. Allá, y gracias a su maestro, Enrique Pérez, formuló un proyecto de cooperación con el Gobierno holandés que le permitió hacer su doctorado en Epidemiología. Lo terminó en el 2005 en la Wageningen University and Research.
Sus papás ya no están con él pues fallecieron hace varios años. Sin embargo, recuerda percibir el orgullo de doña Anabelle al presentarlo con otros: “Este es Jotilla, el que se ha graduado un montón de veces”.
Jota vive hoy en una acogedora casa en San Roque de Barva, en Heredia. La vivienda está llena de impresionantes vitrales, obras de arte de Marcela, su esposa. Ahí se respira paz.
La mazorca Romero Zúñiga ya se empezó a desgranar. Hace 30 años falleció don Efraín; hace 20, doña Anabelle.
En el 2021, el año más difícil de la pandemia, Juan José perdió primero a su hermano Guido y luego a Luci, por causas relacionadas con la covid-19. Estos fueron de los momentos más duros de su vida; los recuerda con mucho sentimiento.
Avanzando en la que se considera la segunda parte de la vida, Juan José se reúne siempre que puede con sus hermanos para revivir aquellos encuentros familiares de los primeros años, cuando aún “eran todos”.
A pesar de las ausencias, las citas de los Romero Zúñiga siguen pareciendo un turno. Es imposible no evocar en esos encuentros la memoria de Luci, quien en los años mozos era la responsable de hacer la sopa de bacalao en una olla tamalera para la Semana Santa.
También se vuelve inevitable recordar a doña Anabelle. Verla haciendo pan, tortillas o cocinando picadillos de cualquier cosa que saciaban el hambre en un santiamén.
“Dos veces al año nos vamos de paseo todos, pero nos vemos con mucha frecuencia. Antes de la pandemia, todos los lunes del mundo mis hermanos se reunían en la casa de alguno a comer y contar historias. Guido (ya fallecido) era muy locuaz, superjovial, sacaba chistes de todo. Era la versión de Emeterio, pero Romero Zúñiga. Pasaba haciendo chistes y jodiendo al resto”, recuerda.
LEA MÁS: Es falso que moscas de Gusano barrenador y tórsalo sean la misma
Juan José se siente pleno y realizado junto a Marcela, sus hermanos, sus estudiantes, compañeros y amigos de la UNA, y su inseparable Clío, que lo acompaña en la oficina de la Escuela de Veterinaria, donde él imparte clases.
Aunque vive en Heredia, no hay fin de semana que no se dé una vuelta por Turrialba. Ahí están sus raíces. Quedaron plantadas en aquella casa grande, muy cerca de la línea férrea, la casa que le evoca el olor de la comida recién hecha por su madre en el fogón y los juegos infantiles mientras oía, a lo lejos, la pitoreta del tren.