Por más de 30 años dedicó su vida a salvar personas en emergencias. Presenció tragedias que sacudieron a Costa Rica, como el asalto al Banco Nacional de Monteverde, el terremoto de Cinchona y el caso de los decapitados del río Guacimal, entre otros. Una de las experiencias que más lo marcó fue cuando intentó ayudar a un niño que recibió un impacto de bala y que le recordaba a su propio hijo.
Esa es apenas una pincelada del anecdotario de Ricardo Hernández Guzmán, el menor de cinco hermanos que crecieron juntos en Fátima de Heredia. A sus 57 años, es más que un paramédico y un rescatista aéreo. Su historia no solo trata de vuelos ambulancia o de salvar vidas en las emergencias más extremas.
La esencia de su vida y trabajo está profundamente enraizada en el humanismo que aprendió de su madre, Nidia Guzmán, a quien cariñosamente llamaba Niní, y del excoronel de la Cruz Roja, Guillermo Arroyo. Estas dos personas fueron los pilares que forjaron el corazón solidario de Ricardo, marcándolo para siempre con la lección más importante: servir a los demás sin esperar nada a cambio.
En su oficina, ubicada en un hangar del aeropuerto Tobías Bolaños, en Pavas, se respira la esencia de su vida: aviones, helicópteros y equipos médicos que simbolizan su compromiso de salvar vidas sin importar la fecha o las circunstancias. Para Ricardo, volar no es simplemente un trabajo; es su misión, y espera que esa misión continúe hasta su último aliento.
Asegura que desde niño recuerda jugar con aviones. Hoy son parte de su diario vivir.
“Estar con aviones era algo que me interesaba mucho cuando era pequeño. A los 12 años, por casualidad, entré a la Cruz Roja porque un amigo, que era monaguillo conmigo en Fátima de Heredia, me invitó a una reunión de la Cruz Roja, sin saber yo qué era. Entré a la juventud de la Cruz Roja, me enamoré del rescate y empecé a hacer rapel desde los 12 años”, recuerda.
Ricardo estudió administración de empresas y tuvo un trabajo como cajero en el Banco Nacional. Recuerda que, a pesar de su estabilidad y las garantías que tenía gracias a la entidad bancaria, un día decidió despojarse de eso, para seguir su vocación.
Tras renunciar y recibir sus prestaciones, inició un negocio de importación de carros desde Estados Unidos, además de otros emprendimientos. A pesar de su voluntariado en la Cruz Roja, en algún momento se quedó sin dinero y sin empleo. Fue en una reunión con Guillermo Arroyo y Walter Navarro, excomisionado de la Fuerza Pública, donde encontró el trabajo que soñaba.
En una conversación, Arroyo le dijo a Navarro: “Necesito encontrarle trabajo a este cabrón que es paramédico”. Walter respondió: “Justo necesitamos un paramédico para Vigilancia Aérea. Recientemente, trajimos a un quemado desde Limón, pero debido al mal clima no pudimos aterrizar y terminó pasando la noche en el avión en Pandora, sin que nadie pudiera atenderlo”.
Sin pensarlo, Ricardo preguntó qué necesitaba hacer y realizó el curso básico policial, además de las pruebas físicas, e ingresó al Servicio de Vigilancia Aérea, donde, gracias a su trabajo, conoció desde el aire muchos lugares del país.
Aquel chiquito herido de bala...
Como se mencionó al principio, entre las numerosas emergencias que atendió como paramédico, una en particular le resultó muy significativa: la de un niño que recibió una herida de bala accidental en el abdomen, en Turrubares.
Asegura que llegó a la casa del menor, entró en uno de los cuartos y encontró al niño en la cama en paro respiratorio. De inmediato, contactó a Marco Vargas, doctor del Hospital Nacional de Niños, e intubó al niño para darle reanimación. En ese instante, asegura que fue como ver a su propio hijo.
“En ese momento, mi hijo tenía la misma edad. Mientras le hacía masajes, las lágrimas me caían por los brazos. El tórax del niño estaba lleno de mi llanto”, recordó. “Luego, Marco Vargas dijo: ‘Ya, ya, pare ya’. Y lo único que pude decir fue: ‘Es de la estatura de mi hijo, del color de mi hijo, es mi hijo’. Entonces paré”.
La conexión emocional fue tan fuerte que Hernández sintió como si estuviera tratando de salvar la vida de su propio hijo. El padre del niño se le acercó en ese doloroso momento y le preguntó: “¿Qué hago? Él se me graduaba el sábado”. Esa muerte lo marcó para siempre.
Las palabras resonaron profundamente en Ricardo. “Yo pensaba: si a mí, que vivo en la ciudad, me cuesta graduar a un hijo, ¿cuánto le costó a él graduar al suyo, viviendo en la montaña? Posiblemente, era el primer graduado de la familia”, reflexionó.
Esa misma noche era la graduación del hijo de Hernández. Mientras participaba en la ceremonia, la carga emocional era tan intensa que, en varios momentos, se vio obligado a salir en busca de un rincón solitario para llorar. “La gente me veía, pero solo yo sabía lo que me estaba pasando”, compartió.
Una conexión con Talamanca
Si hay un lugar que impactó la carrera de Ricardo, ese es Talamanca. Este sitio remoto, donde las montañas parecen detener el tiempo, ha sido el escenario de muchas de sus misiones de rescate más significativas. “Siempre comparé un helicóptero con una máquina del tiempo”, dice.
Señala que uno de sus amigos que aterrizó recientemente en Talamanca lo describió “como retroceder 300 años”, pues algunas veces los niños están desnudos, apenas cubiertos con collares.
En Talamanca, Ricardo no solo ha visto la necesidad extrema de las comunidades indígenas. También ha experimentado la profunda gratitud y conexión con las personas a las que ha ayudado. Recuerda con cariño un vuelo reciente en el que asistió el parto de una joven de 20 años. Dos décadas antes, él atendió a la mamá de la muchacha para que ella también naciera. “Ya soy ‘abuelo’ en Talamanca”, dice entre risas.
Sus primeras experiencias con los indígenas de Talamanca comenzaron con el Servicio de Vigilancia Aérea.
“Me quedé ahí haciendo el trabajo más hermoso que he tenido en mi vida: volar todos los días, que era mi sueño de niño. Volar en avión, en helicóptero, hacer hasta 7 vuelos diarios salvando vidas. ¿Qué más podía pedirle a la vida?”, mencionó Ricardo.
Hasta que un día, asegura, la vida le recordó que su salario era de ¢65.000, “como el de un policía raso” y tenía deudas que complicaban aún más su economía. Él y su esposa tienen dos hijos y en aquel momento ellos cursaban la primaria. Debido a la falta de dinero, debían compartir el uniforme de Educación Física, ya que no había suficientes ingresos para comprar uno para cada uno.
Esta difícil situación lo llevó a atravesar uno de los momentos más complicados de su existencia: renunciar y buscar otro empleo. Así fue como en el 2009 llegó a la subadministración del aeropuerto Tobías Bolaños, donde pudo tener un mejor salario para salir adelante con los gastos. Sin embargo, dos años después la vida le sonrió y tuvo la oportunidad de laborar en una compañía privada de ambulancias.
Niní en cada vuelo
Actualmente, Ricardo es gerente en una empresa privada de ambulancias que, “a veces gratis, o bien por contrato”, se encarga de los traslados de pacientes por vía terrestre y aérea. Algunos de estos los hacen para la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y en cada uno de sus vuelos pone en práctica las lecciones de Niní, la más importante: “manos que dan, nunca estarán vacías”.
En sus vuelos favoritos, los que van a Talamanca, algunos compañeros manifiestan que quieren ir a ese lugar y preguntan si pagan bien, pero él responde: “allá no es de ir a recibir, es de ir a dar”.
“Yo, que no tengo mucho dinero, cuando aterrizo en el Hospital México, antes de que el paciente entre, yo saco ¢1.000 o ¢2.000. Si tengo más, les doy ¢5.000, porque veo a la mamá o al papá echarle ¢500 o ¢1.000 pesos en la bolsa para que pudiera devolverse. Yo pienso: ¿Qué se va a comprar con ¢1.000 pesos? ¿Una empanada? ¿Cómo va a pagar dónde dormir, cómo va a pagar un carro, un taxi?”, menciona.
Ricardo señala que el humanismo no solo se trata de recursos económicos, pues muchas veces las personas necesitan un abrazo para desahogar el dolor.
A su madre la recuerda siempre con mucho cariño. Ella falleció hace tres años. Antes de morir, la llevó a cumplir uno de sus sueños: viajar a Colombia. Con orgullo, cuenta que pagó un helicóptero para llevarla a la isla de San Andrés, donde disfrutó de un viaje inolvidable. Fue una despedida llena de amor y gratitud hacia la mujer que le inculcó los valores de humanismo que guían su vida hasta hoy.
Ricardo espera seguir haciendo rescates “hasta que Dios lo llame”. Aunque nunca ha tenido una emergencia en un vuelo gracias a las oraciones de su madre, ya ha hablado con su familia para que estén preparados; les ha dado instrucciones sobre qué hacer si algo llegara a suceder.
“Un día los reuní y les dije: ‘Si algún día pasa algo, lloren porque les voy a hacer falta, pero nunca digan, pobrecito, papá'”, concluyó.