“¿Cuándo supe que quería hacer esto? ¡De mocoso! Siempre supe que quería volar”.
Así contestó Roberto Calderón Araya, piloto costarricense que se pensionará este 14 de febrero luego de volar durante 33 años en la aerolínea estadounidense United Airlines.
Cuando echa su mente para atrás, sigue siendo ese niño que, a sus cinco o seis años en Desamparados no jugaba con carritos, sino con aviones. Y si lo que tenía en sus manos eran carritos, solo estaban en el suelo para despegar y también los hacía volar.
Sigue siendo el mismo niño que, años después, a sus 12 o 13 años consiguió el permiso de sus padres para tomar buses hasta el aeropuerto Juan Santamaría y sentarse las tardes de los fines de semana a ver los aviones llegar.
“Yo veía a los aviones aterrizar y a la gente bajar por las escaleras; en ese momento, no había mangas, y al final bajaban los pilotos y yo decía: “¡algún día voy a hacer eso! ¡No sé cómo, pero yo voy a estar ahí!”, recordó en entrevista con La Nación.
Para llegar a volar entre Los Ángeles y Australia, o Singapur y hacer vuelos de más de 16 horas, pasaron años de sacrificio y arduo trabajo. Él quiso compartir su historia para decirles a los jóvenes que pueden luchar en pos de sus sueños y conseguirlo.
“Yo, un muchacho de Desampa que no hablaba inglés del todo y no tenía un cinco, logré alcanzar lo que siempre quise hacer: recorrer el mundo y ver cosas que nadie ve desde la cabina de un avión. Hay que sacrificarse, hay que trabajar muchísimo, pero los sueños se cumplen”, subrayó.
“Eso sí, haga lo que tiene pasión, trabajar por algo que no le gusta no funciona. Luche, pero por una pasión”, añadió.
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Un sueño con un viaje lleno de escalas
En un inicio, sus padres creyeron que ese sueño era como el de muchos niños de ser policía o bombero y que este pasaría con el tiempo, pero finalizó el colegio en el Liceo Monseñor Rubén Odio, en Desamparados, y el sueño no se había ido.
Era 1976, no había fondos en su familia para pagar horas de aviación. Él era el mayor de cinco hermanos y, aunque nunca le faltó nada, tampoco tenía muchas opciones. No tenía familiares ni contactos en aerolíneas.
Consiguió una beca para ir a Argentina, pero al llegar allá vio que no se ajustaba con su plan de vida; el enfoque era más militar y eso no era funcional para un costarricense.
Entonces, su madre, Dora Araya Artavia, recordó que tenía unos primos segundos en Los Ángeles. Sin pensarlo mucho, los contactó y el joven se fue a vivir con ellos para seguir su sueño.
Le abrieron las puertas de su casa para comenzar a trabajar y a estudiar y construir ese sueño. Llegó en 1977, a sus 19 años, con $150 que sus padres le dieron.
Llegó un viernes y justo ese sábado había una fiesta. Se sintió incómodo porque no entendía lo que le hablaban en inglés. Ese mismo lunes, empezó clases de inglés e iba varias horas al día.
“En el colegio si acaso había aprendido a decir table (mesa) y chair (silla)”, dijo entre risas.
Fue justo en esa época donde conoció a Flor María Redondo Gutiérrez, su esposa desde hace 40 años y de quien habla con el mayor orgullo.
“De no ser por ella no estaría aquí”, aseguró.
Su prima segunda era amiga de la hermana mayor de Flor, costarricenses que viajaron con su familia desde San Sebastián unos años atrás para radicarse en Los Ángeles.
En 1979, ya con el inglés más afianzado y siendo novio de Flor, se animó a comenzar sus clases de aviación. Su inglés todavía no era lo suficientemente bueno, pero su sueño era más fuerte.
Uno de sus instructores le dijo que había un reto todavía mayor, uno grande incluso para quienes tienen inglés como lengua materna: entender la nomenclatura técnica de la aviación, un lenguaje en sí mismo. Le recomendó que, como vivía cerca de un aeropuerto, se comprara un pequeño radio y comenzara a escuchar las comunicaciones entre los aviones y las torres de control para irse acostumbrando.
“De todas formas, me costó. La primera vez que aterricé, en un avión pequeñito, ni la torre de control me entendía ni yo a ellos”, rememoró.
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Sacrificios
Comenzar a volar no era fácil. Para llegar donde llegó debía acumular varias horas de vuelo, sumar licencias, así como tener estudios de mecánica, de funcionamiento de aviones, entre otros.
Trabajó barriendo en un taller o limpiando para pagar sus horas de aviación. La primera licencia, la privada, usualmente se hace con 45 horas de vuelo, pero a él le tomaron 95. ¿Por qué? Porque buscaba pagar de dos a tres horas seguidas, pero se le iba el dinero y podía recuperarlo para volar en 15 o 22 días, y ya había perdido práctica y tenía que devolverse en el camino.
A finales de 1979 obtuvo su primera licencia y siguió trabajando para poder sacar más licencias. En 1987 renunció a su trabajo usual para acercarse más a su sueño. Pasó a ganar la mitad, pero ya volando aviones pequeños.
En ese entonces, ya tenían su primer hijo y su esposa, que es educadora, mantenía la casa, ya que con el salario de Calderón alcanzaba para poco.
“Ahí trabajé como seis meses, luego me fui a volar tours sobre el Gran Cañón para acumular más horas. Cuando regresé, un día me encontré con que mi esposa estaba embarazada otra vez”, dijo con risas nerviosas.
Pero justo para ese momento lo llamó una pequeña empresa de vuelos internos cortos. Eso fue a finales de 1987 y estuvo ahí más de dos años.
Allí surgieron posibilidades de entrevistas con American Airlines y United Airlines. En enero de 1990, ambas líneas aéreas le ofrecieron un puesto. Escogió la segunda, donde sigue trabajando y lo hará hasta retirarse este martes, al cumplir 65 años.
“Yo por mí seguiría volando, pero uno sabe que en la industria de la aviación el retiro llega con esta edad”, afirmó.
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Obstáculos
Entró a United Airlines en un momento en el que apenas comenzaban a emplear mujeres en puestos de pilotaje y él fue el primer latino. Poco después, emplearon al primer afrodescendiente. Su ingreso fue como ingeniero de vuelo, después fue copiloto y en 1996 le dieron el rango de capitán.
“Que ahí hubiera latinos que hablaran inglés con acento era una revolución. Hubo un par de personas que me dijeron ‘¿usted qué está haciendo aquí?’, pero yo ya había aprendido a lidiar con eso. Ya comenzaba a vivir mi sueño”, subrayó.
En 1992 viajó por primera vez a Costa Rica. Eso lo hizo durante varios años. En ocasiones hubo viajes directos, otros con escalas en San Salvador o en Ciudad Guatemala.
“La familia montaba las actividades familiares y fiestas y hasta primeras comuniones en torno a mis viajes. Yo llevaba al copiloto y a sobrecargos a las fiestas”, contó.
Después pasó a volar vuelos más largos con distancias mayores, pero cada vez que podía regresaba a Costa Rica para convivir con sus cuatro hermanos y sus sobrinos.
Vivir el sueño
Poco a poco comenzaron a darle viajes cada vez más lejos y durante más tiempo. Ya era usual ir a Singapur, Australia, Ciudad del Cabo. Podía ver los atardeceres y amaneceres y observar diferentes partes del mundo desde la cabina de un avión.
“Volar de Nueva York o San Francisco a la India, o pasar cerca del Polo Norte, pasar por Afganistán, Bangladesh. Son cosas que uno ve y dice ¿cuál es el porcentaje de gente que hace esto?”, dijo.
Cuando sus tres hijos estaban pequeños había roles de 11 días que debía cumplir en donde hacía bastantes vuelos. Su esposa quedaba a cargo. Ella trabajaba tiempo completo y además tenía que cuidar de hijos de 6, 5 y 3 años (Allan, Natalia y Adrián).
“¡Y mi hija era terrible! Mi esposa es una bendición increíble. Van a ser 40 años este año, y sin ella no hubiera podido”, aseguró.
El consejo que se daba era no perder la perspectiva; por eso, se paraba frente al avión donde viajaría 16 horas y decía “¡puña, esto lo vuela el muchacho de Desampa!”
Este fin de semana, su esposa, hijos, yerno, nuera y nietas viajarán a Nueva York, hacia donde él volará el lunes. Allí se verán, cenarán juntos, y el martes serán pasajeros de su último vuelo, de seis horas, de regreso a Los Ángeles.
“Le daría las llaves para pasar la estafeta a alguien, pero los aviones no tienen llaves”, se rió.
Ahora que es momento de retirarse, pasará más tiempo en Costa Rica. Compró con su esposa un condominio en Guanacaste, viajará a más lugares, esta vez sin limitación de tiempo y llevará a doña Flor a conocer lugares que él conoció en solitario.
Pasará más tiempo con sus tres hijos y dos nietas, pero también buscará apoyar a jóvenes, tanto en Costa Rica como en Los Ángeles y a recordarles que los sueños pueden cumplirse, pero por ellos debe trabajarse y en ese proceso también habrá dolor, pero sí vale la pena.
“Es hora de inspirar a muchachos jóvenes. Si un mocoso de Desamparados pudo hacer esto, cualquier persona puede. Busquen eso que les apasiona, que los mueva y los haga felices y trabajen, que todo ese trabajo vale pena”, concluyó.