Deberán disculparme el estilo apresurado, casi taquigráfico, de este artículo. Mucho por decir y poco tiempo para el esmero estético. Las democracias liberales en todo el mundo están siendo amenazadas por el fascismo. Basta de sucedáneos tranquilizantes como “extremismo político” o “populismo”. Es fascismo y más nos vale que asumamos esa realidad de una vez. Para defender la democracia. Para defender nuestra libertad. No hay que esperar para ello, porque no ocurrirá, a que las Wehrmacht desfilen en Washington, París o Zapote.
Si nuestras democracias caen, no será porque las tumben, sino porque se desmoronan. Porque se quedaron sin alma. Porque las instituciones que las sostienen degeneraron en cascarones vacíos. Porque los valores culturales que la sustentan desaparecieron.
El mayor narcótico, a este respecto, es la leguleyada de creer que, mientras el orden constitucional esté intacto y el respeto a las normas jurídicas se mantenga, la democracia estará a salvo. Como apuntan Levitsky y Ziblatt, en How Democracies Die (libro valioso a pesar de sus puntos ciegos), es la lenta pero constante erosión de normas tácitas de la democracia lo que la está matando. Todos esos elementos más de costumbre que de obligación legal, relacionados con el honor, la elegancia o la prudencia, menospreciados como anticuados, pero ahora echados de menos en los nuevos machos alfa en el poder.
Sin seguir las señaladas por los autores, me voy a permitir recordarles seis de estas normas tácitas de la democracia a seis actores clave de la sociedad costarricense. Lo hago con la esperanza de que aún estemos a tiempo de frenar la espiral ascendente del fascismo.
A los medios, orientación por el interés público. Sin importar cómo defina cada medio qué es de “interés público” (según cuál sea su perfil ideológico y audiencia), este nunca será equiparable a “lo que al público le interesa”, que se ha convertido en el criterio de relevancia en muchas salas de redacción. Dejen de hacer famosos a los mediocres, los matones y los fanfarrones. Escojan a quién dar visibilidad por su ejemplaridad, por la calidad de lo que aporta al público y no por cuánto rating pueda generar lo grotesco, violento, imbécil o ridículo que es.
Pónganle coto al negativismo. Es inaceptable que a un anónimo, como el iReport de CNN sobre una conspiración en el TSE, le hayan dado más cobertura que al estudio de la Universidad de Harvard que lo calificó como el mejor organismo electoral del mundo. Superen el sesgo antipolítica y el encuadre de espectáculo en la cobertura de la política. Hace 18 años, en una revista de la Universidad de Salamanca, Mauro Pereira advertía, en el artículo “La crisis de confianza en la política y sus instituciones: los medios y la legitimidad de la democracia en Brasil”, que por intereses comerciales y de autopresentación positiva, prensa y, en general, medios brasileños (con especial inquina sus telenovelas y humoristas), estaban haciendo una descalificación general y sin matices de la clase política.
Por ejemplo, en la cobertura del Parlamento privilegiaban la difusión de lo espectacular (el plenario vociferante o, peor, vacío y no las comisiones y negociaciones a veces hasta la madrugada), la intriga (lo supuestamente oculto y no lo expresamente declarado), lo personal (dramatizado y no los temas de fondo) y a los legisladores “mediatizables” (que hablan al ritmo, tono y con la simpleza adecuada para las declaraciones de pocos segundos y no los más conocedores de los temas). Entonces gobernaba Cardoso. Mañana Bolsonaro.
A la judicatura, autocontención. Desde hace años, conforme la confianza en los políticos se erosionaba y a los órganos de representación política se les empezaba a dificultar tomar decisiones, los jueces, sobre todo los magistrados (los constitucionales especialmente) se vieron tentados a ocupar los vacíos de poder dejados por los políticos. La judicialización de la política tiene esa doble paternidad: bloqueo de la representación política y activismo judicial.
Usar el estrado para aquello que estaba destinada la curul: discernir el sentido político de la voluntad general, empuñando un control de constitucionalidad que, al estar referido a principios y valores construidos por los propios jueces, deviene autorreferencial; cada vez más independiente de la Constitución y de la ley que los representantes legítimos del pueblo decidieron.
El elemento populista del fascismo es una sobrerreacción (de inspiración democrática) al vaciamiento del elemento democrático de nuestras democracias liberales, a la percepción de que la decisión de los asuntos comunes escapan de las manos del pueblo, al que solo se convoca periódicamente para escoger gestores de una hoja de ruta sobre la que ya no les está permitido decidir. Por cierto, cuando ese exceso en el ejercicio de su poder obedece a la defensa de los propios intereses materiales, no se evita con autocontención sino con decencia.
A la clase política, mesura. Para derrotar al adversario, no todo se vale. Los políticos de verdad (que son los que, si están en la oposición, aspiran a gobernar, o si están en el gobierno, saben que volverán a ser oposición), no aplastan a sus contendientes. No lo hacen porque saben que tarde o temprano les tocará asumir el papel de estos y les conviene que ese rol siga teniendo poder.
No todo lo que se vale, conviene. Aunque la comunicación política actual incita a la campaña permanente y a la negativa, y aunque la competencia en una elección sea de suma cero, probablemente sea imposible lesionar el prestigio del rival sin lastimar el de “los políticos” como un todo y el de las instituciones que operan. Los políticos son los principales difusores del discurso antipolítica, plataforma del fascismo que repudia la política, a los políticos y sus instituciones.
No todo lo que conviene ahora, conviene a largo plazo. Discrepo de quienes dicen que no hay que debatir con fascistas, pero sí creo que en la actividad política hay que hacer un cordón sanitario que los aísle. Los que cortoplacistamente, en aras de victorias electorales o legislativas, se les unen, deben saber que son expertos en llevarse completa la cosecha de las siembras colectivas.
La defensa de la democracia exige políticos dispuestos a poner la estabilidad democrática a largo plazo por encima de las victorias tácticas a corto plazo. Tomar ejemplo de los belgas en la década de 1930, cuando entre católicos y liberales derrotaron al fascismo criollo. De los alemanes, cuyos partidos de derecha e izquierda han demostrado estar dispuestos a unirse para impedir que los nazis crezcan en el Bundestag. De los chilenos, cuya amplia concertación echó a Pinochet del poder en 1989.
Al empresariado, solidaridad. El fascismo no solo se alimenta del hambre y la ignorancia, también del desprecio por los débiles y el valor de lo público. Financiar el estado de bienestar no es una obra de caridad por parte de unos individuos que, como tales, no lo necesitan. Quizá usted no va al Ebáis ni tiene a sus hijos en la educación pública, pero el comercio y la generación de riqueza requieren de un contexto social en el que existan trabajadores y consumidores que, antes que eso, son personas.
Así como los movimientos sociales deben comprender que un Estado quebrado no puede garantizar ningún derecho humano, ustedes deben entender que un Estado quebrado tampoco podrá proteger la libertad de comercio ni la propiedad privada. Por cierto, su defensa legalista de la elusión fiscal es el mejor ejemplo de la ruina moral que está acabando con la democracia.
A los sindicatos, respeto por la democracia. Las instituciones en que trabajamos los empleados públicos no nos pertenecen a nosotros, sino a los costarricenses. Su fin último no son nuestras condiciones laborales, sino el servicio público. El patrimonialismo sindical es un robo al demos de lo que solo al demos pertenece. En democracia, la representación legítima de ese demos son los elegidos. Pueden discrepar de ellos, pero jamás desconocer su autoridad y legitimidad para decidir sobre los asuntos comunes. Quítense de encima a esa incivil dirigencia cuyo mayor eructo intelectual en 30 años ha sido la teoría de la “democracia de la calle”, que no es otra cosa que el fascista matonismo asambleario de toda la vida.
A la ciudadanía, aprecio por la verdad. El uso que algunos, a ambos lados del debate fiscal, están haciendo en las redes sociales de medios hacia los que hace apenas unos meses no daban la menor credibilidad, es una muestra de lo fantasioso de esas teorías que nos imaginan como títeres en manos de los medios; de cómo los consumidores usamos a los medios (más que ellos a nosotros); y de nuestro profundo desprecio por la verdad, quizá el principal rasgo cultural de nuestra época.
Valoremos al periodismo que no ha renunciado a cribar los hechos y defender la verdad. Paguemos por él, que es fundamental, al menos lo mismo que pagamos por tantas tonterías que compramos. Apreciemos más la verdad que el ganar discusiones y confirmar nuestros propios puntos de vista. Procuremos, en general, ser mejores personas. Hagamos de la vida un torneo a muerte contra nuestras miserias y vilezas personales. Un empeño por lo justo, lo bello y lo verdadero.
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Federico Fellini, ya viejo, haciendo repaso de su vida (que incluyó un paso por las juventudes fascistas italianas), escribió: “El fascismo no puede ser combatido si no reconocemos que no es más que el lado estúpido, patético y frustrado de nosotros mismos, y del cual debemos estar avergonzados. Para contener esa parte de nosotros necesitamos más que activismo a favor de un partido antifascista, pues un fascismo latente está oculto en todos nosotros”.
Ninguna ley obligará a los medios, magistrados, políticos, empresarios, sindicatos o ciudadanos, a lo anterior. Confío que lo haga la más elemental sensatez. Defienda su democracia. No serruche la rama sobre la que está sentado. Nadie puede estar seguro del lugar que ocupará en la cadena alimentaria de un régimen fascista. A la fiera hay que amarrarla
El autor es abogado.