Sencillamente no puedo creer que esta columna de hoy sea para elevar un pensamiento a mi hermano, más que cuñado, Luciano . Me parece todavía que nada ha pasado, que todo es mentira, que en cualquier momento timbrará el teléfono y será él para hacer algo el fin de semana con los chicos, o que irrumpirá en mi casa con su inconfundible Hellooow entre bromas, saludos y risas. La escribo, además, a sabiendas de que él me hubiera dicho: “estás loco, patita, escríbete algo vacilón”. Pero qué difícil complacerlo con un dolor así lacerándole a uno el alma.
Más bien, en vez de rezarte, pata, me provoca regañarte pues no se vale que, tras seducirnos con tu euforia de vida, ternura y contagioso optimismo, nos dejes así, de repente, sin más trámite que llorarte en medio de la esperanza de que todo esto sea una pesadilla y que, al caer su telón, estés como siempre, al alcance de un abrazo. Bien sabías que no necesitabas de motos para lograr tus metas. Te bastaban tu propia combustión de bestia de trabajo para llegar lejos y tu infinita sensibilidad humana para llegarnos a todos al corazón.
Mis hijos me preguntaban ayer por la imagen mía más intensa de Luciano desde que él tenía 17 años, cuando lo conocí. ¡Qué difícil! Tenía tanta presencia en los demás, irradiaba tal carisma, que cada instante con él dejaba huella. Sin embargo, lo evoco jugando racqueball conmigo en nuestros dichosos tiempos de universidad, en Gainesville, Florida, cuando su casta de ganador se plasmaba en la cancha yéndoles con arrojo a todas las bolas.
Y eso fue él, un apasionado que miraba la meta por encima de los obstáculos, atenido quizá a que con su inteligencia conquistaba, y con su corazón enternecía. Lo descubrió su familia desde que de niño se disputaba a su mamá entre nueve hermanos porque ella era solo suya y de nadie más. Al final ganó por partida múltiple porque no solo se convirtió en los ojos de su madre, sino también en los de sus propios hermanos que hoy, junto a su esposa, hijos y todos los que fuimos testigos de su entrañable sonrisa, entre cabizbajos y la mirada al cielo, no acabamos de preguntarnos, impotentes, qué pasó, patita.
Hay personas signadas por el destino para ser excepcionales, y Luciano lo fue gracias a esa virtud innata suya de ganarse la simpatía y admiración de todos. Quizálograr la gratificación espiritual que eso deja era su meta final, pero a nadie se lo dijo. La masiva reacción en estos días de la gente que lo quiso es una pequeña muestra del afecto que él supo cultivar. Con razón este jueves, cuando lo vimos para el “hastasiempre”, seguía sonriendo.