Quizás debido a cosas que he contado aquí, gente que me invita a ciertas actividades tiende a veces a advertirme, medio en broma, medio en serio, que cuidado publico algo de lo que pude haber visto u oído en ellas.
Me pasa, generalmente, en almuerzos, cenas, fiestas, paseos, viajes y reuniones privadas, sobre todo cuando ocurre algo fuera de lo normal.
Hace poco me pasó con el exprecandidato José Miguel Corrales: a la hora de despedirnos después de una suculenta comida de pasta, me dijo entre risas: "Los paraiseños no sabemos comer espagueti; así es que, por favor, no me echés al agua en tu columna".
En otra ocasión almorzaba yo en un restaurante con Vica Andrade cuando un tipo, demente por la falda y el escote que lucía y demente por toda ella, se nos acercó a la mesa para pedirle en tono de súplica que se retratara con él, y después que, con esa simpatía palmareña que la adorna, ella accediera, el hombre se me acercó a mí a suplicarme, no que me retratara con él (hubiera sido muy jodido), sino que no dijera nada en esta columna porque, si su mujer se enteraba, le ponía los chuicas en la calle.
El empresario y exembajador tico en México, mi buen amigo Eduardo Salgado, me invitó una vez a almorzar lomito a la parrilla en su finca de Alajuela con Rafael Ángel Calderón F. y Rolando Laclé, y nos entusiasmamos tanto politiqueando, que la carne literalmente se le achicharró a extremos casi de Cuerpo de Bomberos. Por supuesto, su sentencia a mí no se hizo esperar: "Mirá, cabrón, cuidado decís algo".
Hace varios años, don Pepe Figueres tuvo la gentileza de traerme en su carro de La Catalina, en Heredia, a San José. Él venía delante con su chofer, y este mortal atrás y, una de dos, o se le olvidó que yo venía ahí, o que yo era de La Nación , pues, durante todo el recorrido, lanzó pestes contra el periódico. El chofer debió haberle hecho alguna seña porque, después de que don Pepe me iba a dejar ahí por la estatua de León Cortés, en La Sabana, me llevó hasta la puerta de mi casa, en Pavas.
No hace mucho estaba yo de sácalas en Madrid en una pequeña reunión con Felipe González, expresidente español, Julio María Sanguinetti, en ese momento presidente de Uruguay, Michael Candesus, presidente por entonces del Fondo Monetario Internacional, Enrique Iglesias, presidente del BID, y Jordi Pujol, de la Generalitat, y se comentaron ahí tantas intimidades políticas y económicas del mundo (estaba la Lewinsky de moda) que, en determinado momento, se me acercó un alto funcionario a pedirme muy amablemente que, antes de publicar nada, me esperara al informe oficial que ellos sacarían sobre lo conversado.
También me ocurre en la calle: una de estas tardes de lluvia, ahí por Plaza del Sol en Curridabat, corrí de buena gente a auxiliar a una dama muy conocida que se desnarizó en un caño a tal punto de que no solo se encharcó hasta las cejas sino que quedó tendida sobre la acera en una posición poco o nada "chic".
La fui ayudando poco a poco: primero a levantarla, luego a recogerle el par de bolsas y la cartera que andaba y, finalmente, a ofrecerle mi pañuelo, limpio como una patena, para que se enjugara esa mezcla de barro fresco con sombra de ojos que le daban un toque de "Morticia" globalizada.
Todo estuvo muy bien hasta que, en lo que caballerosamente la encaminé al auto para que se fuera a su casa a recomponer, supo que yo era el infame periodista de esta columna, y por el solo hecho de sospechar que podía contarlo, como lo estoy haciendo en este instante, aunque sin dar su nombre, se conmocionó más que por la propia caída.
En cambio, a veces me invitan a cosas más bien para que las cuente aquí, pero ese será tema para otro día.