L a Nación en su editorial del lunes del 3 de abril interpreta el incremento de la desigualdad social, entre 1988 y 2004, mostrado por la última Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares, de manera lapidaria: ".la mala distribución del ingreso no es culpa del modelo económico, sino del modelo de educación y la deficiente distribución de los ingresos estatales en servicios complementarios de salud, infraestructura y demás".
La primera reacción es recurrir al sentido común. Desde los 80, con los programas de ajuste estructural, se ha impuesto un nuevo modelo donde el Estado, el gran protagonista del desarrollo previo a la crisis de los 80, ha sido relegado a un segundo plano. En su lugar, la centralidad ha sido asumida por el mercado y sus actores. Por consiguiente, la pregunta obvia es la siguiente: ¿cómo se puede culpar al Estado de la mala actuación del país cuando tiene un papel secundario? ¿Por qué eximir de culpabilidad al actor central? De manera coherente, se debería argumentar que, si en el pasado se pidieron responsabilidades al Estado (y tal petición ha supuesto una auténtica estigmatización de lo estatal que, hoy en día, es sinónimo de ineficiencia y corrupción), por qué no exigir hoy en día esas mismas responsabilidades al mercado, o sea al modelo económico.
Pero la reacción debería ir un poco más lejos y reflexionar, aunque sea muy brevemente, sobre los mecanismos de producción de desigualdades. Estos son múltiples, pero interesa concentrar la atención en dos: la educación y el mercado de trabajo.
El primero habla de la futura desigualdad. Hay consenso en el país que la brecha entre educación pública y privada es escandalosa. Sabemos que la solución no es solamente incrementar las becas, sino que esa medida debe ser acompañada de toda una política integral para la educación pública: inversión en infraestructura, actualización de currículos, formación de docentes, etc. Esto supone un Estado no solo más eficiente, sino también más fuerte. El futuro ministro del ramo, fino analista de la realidad nacional, lo sabe muy bien. No solamente hay que crear oportunidades, sino que también el acceso a ellas. Hay que dar oportunidad a la oportunidad.
Por su parte, el mercado de trabajo es el principal mecanismo presente de generación de desigualdades sociales. El problema no radica en el fracaso del Estado en capacitar a la mano de obra para afrontar los retos de la globalización. Hoy en día, el mercado laboral está signado por una fuerte asimetría, donde los trabajadores se enfrentan a opciones cada vez más restringidas. Es un fenómeno propio de la globalización que tiende a precarizar el empleo, deteriorando las condiciones de trabajo presente y futuro. Y esto sucede incluso en Francia, un país tradicionalmente garante de los derechos ciudadanos, donde se quiere imponer un "contrato basura" a los jóvenes. Por consiguiente, tal vez el problema radique en que se generan pocos empleos de calidad mientras que otras ocupaciones, especialmente donde se emplean los trabajadores del quintil más bajo, no están bien remuneradas porque el quintil más alto acapara demasiadas ganancias.
Por consiguiente, la causa principal del aumento de la brecha social no hay que buscarla en la mermada capacidad redistributiva que tiene actualmente el Estado, sino en la dinámica del modelo económico que impone una distribución primaria que tiende a incrementar las desigualdades sociales. Y, si no hay ajustes en esta tendencia, la misma ruta conducirá siempre al mismo destino.