La democracia tiene un costo. Las democracias se basan en el respeto a una serie de principios y garantías en función de la dignidad de la persona que marcan todo el actuar de los poderes públicos. En el caso de la justicia penal, sujeta al Estado a un marco constitucional y legal que tiene efecto directo sobre las etapas y reglas que rigen los procesos y los tiempos de respuesta que resultan más lentos en las democracias que en los sistemas inquisitivos. Se trata de un sistema de medios, no solo de fines. Solo en los sistemas autoritarios rige la máxima de que “el fin justifica los medios”. En Latinoamérica existen suficientes ejemplos registrados en la historia sobre juicios sumarios y ejecuciones, prontas sí, justas, es otro tema. Por eso hay que tener el cuidado de mantener un equilibrio entre las garantías y los plazos razonables para que la eficiencia no vaya en demérito de las garantías de las personas. Estoy de acuerdo en la celeridad que algunos tanto enfatizan, siempre que sea dentro del marco de respecto a los derechos fundamentales.
Es más fácil decir que se es un Estado de derecho que serlo. Sin embargo, respetar las garantías propias de una justicia democrática y hacerlo en un plazo razonable es una tarea delicada, que no se resuelve acortando plazos para formular acusaciones u otras etapas procesales. Este tipo de soluciones suelen dejar de lado aspectos de fondo tan relevantes o más para el sistema que el propio principio de justicia pronta, y no toman en cuenta las circunstancias particulares de cada proceso –especialmente en materia criminal– como si se tratara de un producto de fábrica estandarizado.
Intenso trabajo. El equilibrio entre las garantías judiciales y los plazos de resolución es una tarea en que las administraciones de justicia trabajan intensamente, especialmente con ocasión del Movimiento de Reforma Latinoamericano en el proceso penal.
Para valorar y comparar los sistemas de justicia en el área, hay que contextualizar que todos recibimos la misma herencia de secretismo, escritura y lentitud, y que ha habido un despertar relativamente reciente para cambiar estos hábitos, sin que nadie a la fecha pueda declarar haber encontrado la piedra filosofal.
Cuando dimos el paso del Código Procesal Penal de 1973 al de 1998, se pretendió –basados en la experiencia común latinoamericana–, incorporar la doctrina más moderna en la materia. Es necesario reconocer que Costa Rica tenía ya algunas conquistas determinantes para que las aspiraciones democrá- ticas de la nueva ley se hicieran realidad: una judicatura independiente, un Ministerio Público objetivo, una Defensa Pública fuerte, una Policía científica, un Instituto de Ciencias Forenses capacitado y una conciencia generalizada en el Sistema Judicial sobre el respeto de los derechos humanos.
Concepción original. Aspiramos a hacerlo mejor. A pesar de estas fortalezas, no hemos avanzado al ritmo que verdaderamente esperábamos. La tesonera labor que acompañó la reforma no ha logrado desmontar algunas malas prácticas de los operadores del derecho para convertir el proceso penal en uno plenamente oral como estaba originalmente concebido.
Se han implementado proyectos de capacitación y fortalecimiento institucional –difíciles de detallar ahora–, conscientes de que una actitud cuidadosa y reflexiva y una reforma procesal equilibrada puede significar la diferencia entre el fortalecimiento o el deterioro de la confianza depositada por el costarricense en el sistema.
El camino recorrido hasta ahora en pro de un proceso más humano, sin dilaciones indebidas, parece ser un viaje sin retorno en el que Costa Rica puede y debe mejorar cada día; no obstante, está claro que interesa más una verdadera democratización del proceso que la eficiencia que puedan reflejar los datos estadísticos en el vacío.