¡Así te quería ver!
¡Molido! ¡Molido y bien molido! ¡Mil veces molido, viento desgraciado!
¡Déjenme...! ¡Es que había que verlo...! ¿Verlo, dije? ¿Se podía ver? Pues sí, en Naranjos Agrios el viento se podía ver. Corría bien grueso el maldito. Juro que allá sí lo vimos. Yo lo vi.
Claro, si nadie estuvo en invierno en la loma de los Sánchez o en la última loma, ojalá allí en el recoveco del camino hacia donde Adrián Solano, ¿qué diablos me va a decir?
Es cierto que el ventolero ese descomunal que mueve, 40 metros arriba, las aspas de los molinos del proyecto Tejona, en el cerro Montecristo, pasaba sobre Naranjos Agrios, pero todos vimos pruebas de sus diabluras (a veces caían en la corriente aves descuidadas y no podían detener el vuelo, sino allá por Cañas).
De regreso a Naranjos Agrios a caballo, por Ranchitos, salir en esa misma vuelta donde Solano era un infierno. Es que se aliaba con la lluvia y, ya convertidos en chubasco endiablado, se venían contra uno.
Allí las bestias preferían muchas veces clavar el hocico en el barro y no darle la cara.
¡Vieran lo que era sacar de la montaña a la vaca chiva que teníamos para llevarla al ordeño! El ganado se refugiaba en las burras de monte y se negaba a salir.
(Jamás vi monos más valientes. Solo suicidas se atrevían a cambiar de rama).
Mi padre, Chu García, era guardalínea de teléfono entre Naranjos Agrios y Los Ángeles. ¿Saben qué?: ¡el viento se comía el alambre! En las partes más altas lo encontrábamos corroído y desmoronado sobre el potrero. ¡Pobre mi viejo!
Por eso me supo tan rico oír al pie de las torres los chillidos que le sacan al molerlo. ¡Al fin las pagaste todas, desgraciado!, me dije. Y solté una carcajada que nadie entendió. ¡Qué me importa! ¿De dónde creen que viene el resfrío crónico que cargo?
¡Adió, ahora todo el mundo lo alaba! ¡Bendito sea Dios! Aquel pisuicas es hoy motivo de orgullo y dicha para Tilarán pues genera progreso al país.
De verdad que todo cambia.