Burla burlando, mire usted por donde, estamos ya en el 2018. Me gustan los guarismos terminados en número par o en cero. Quizás se deba a que, en mi subconsciente, simetría y circularidad son sinónimos de finitud y perfección, una clara reminiscencia de la Grecia Clásica. Pero, eso sí, quede muy claro, no soy supersticioso.
Rodolfo Santos Lara, abogado, cultísimo, de memoria elefantina y mente abierta, y hombre probo, indomable y con muchas agallas, dice que los supersticiosos se dividen en dos: los que reconocen serlo y quienes lo niegan. Tal vez tenga razón mi buen y admirado amigo…, no lo sé.
Supersticiones y cábalas aparte –al menos, eso intento–, lo cierto es que me agrada la cifra de identidad de este año. De momento, solo eso. Trataré de conformarme con tan roñosa minucia, pero el fracaso está garantizado de antemano. Me conozco. No me contento con poco, aunque los negros nubarrones de hoy en el horizonte estén cada vez más cercanos y, amenazantes, no den margen para abrigar ilusiones.
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Sempiternos optimistas. Los sempiternos optimistas, o sea, los del eterno vaso medio lleno, y los adalides del “pura vida” y “el país más feliz del mundo” no se han enterado, o prefieren no hacerlo, de que la tan cacareada “Suiza centroamericana” se esfumó hace varias décadas, desapareció del mapa y quedó en la memoria colectiva como un hermoso mito y una aspiración quimérica. Por ello, toda esa gente risueña y pagada de sí misma, campeona del autoengaño, denigra cualquier crítica sobre la situación actual del país y, lógicamente, a quien la haga. En otras palabras: contribuyen, como nadie, a que las cosas sigan igual… Igual de mal, se entiende. ¡Felicitaciones!
No tengo la bola de cristal, pero casi todas las condiciones ideales están ahí, frente a nuestras narices, y podrían fácilmente alinearse para que, durante este año, Costa Rica sienta en carne propia lo que es una “tormenta perfecta”, o algo muy similar. ¿Exageración?...
El maldito dinero, el vil metal, el ansiado parné, o como puñetas se lo quiera llamar, es uno de los elementos imprescindibles para que un país marche como Dios manda. Lo mismo ocurre en la vida de los individuos y de las familias. Sin una sana economía, nada se puede hacer. ¡Cosas del capitalismo!... En el socialismo, eso no le quita el sueño a nadie. Ya se sabe: el problema del capitalismo es que no reparte bien la riqueza, pero el del socialismo es que distribuye perfectamente la pobreza y, así, todos iguales, igualmente miserables, excepto los de la nomenklatura, claro. ¡Qué emocionante y cautivadora es la igualdad!
¿Quién no sabe que Costa Rica arrastra un gran déficit fiscal en el borde mismo del despeñadero? ¿Quién ignora que los ojos de esas implacables calificadoras internacionales de riesgo están posados, día y noche, sobre el país? ¿Cómo poder hacerse el tonto respecto a que Tiquicia dilapida y despilfarra, a lo bestia, muchísimo más de lo que tiene? De nuevo: ¿exageración? Pues no. Ni hipérbole ni catastrofismo. No se trata de subjetivas percepciones, sino de datos puros y duros de la realidad.
“¡Es el déficit, estúpido!”. Bill Clinton tenía razón en su campaña política de 1992: “¡Es la economía, estúpido!”, tanto, que el eslogan le hizo presidente de los Estados Unidos. Y, aquí, sobran los políticos a los que hay que gritarles prácticamente lo mismo: “¡Es el déficit, estúpido!”. Puntualicemos y precisemos mejor: el déficit y muchas otras cosas más. Aquí van: la irritante y paupérrima infraestructura vial, la pobreza, el desempleo, la mediocre educación secundaria, la legión de sinvergüenzas sin cárcel y sueltos en la calle, la inseguridad ciudadana, la cantidad de entidades del Estado que deben eliminarse, la ineficiente y enorme burocracia y… suma y sigue.
En fin, Costa Rica no conoce el concepto de “estado de bienestar”, ese conjunto de acciones estatales para la calidad de vida de la gente, que van desde brindar excelentes servicios hasta la igualdad de oportunidades, pasando por muchos beneficios más. Lo que prima es el “sálvese quien pueda” o “quítate y jódete, que aquí voy yo”.
Y bien, lo cierto es que, para bajar el endeudamiento y el déficit, y lograr unas mejores condiciones de vida para todos, hay que recortar gastos o subir impuestos, o ambas cosas a la vez, y, según algunos, hasta inventarse unos nuevos. ¿Más todavía? A este país le falta solo crear el “impuesto existencial”, o sea, un tributo al consumo de oxígeno para respirar. Los economistas han aportado varias soluciones, pero no los políticos, por lo general calculadores, taimados y con pánico para tomar ciertas medidas, por el consecuente costo electoral y de imagen para ellos, individualmente, y para sus partidos.
Lo cierto es que problemas y carencias han venido agravándose desde hace mucho tiempo porque nadie se ha atrevido a ponerle el cascabel al gato. De ahí, y para salir del paso, el cortoplacismo y el “parchismo” –parche va, parche viene, y parche sobre parche–, que han puesto a Costa Rica contra las cuerdas. Se acabó la reiterada broma del pastorcillo: “¡Socorro! ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!”. Ahora, la cosa va en serio: ahí está el lobo con las fauces bien abiertas. Y a esto se suman la elección de un nuevo presidente y el cambio de diputados, lo único que faltaba para poner todo al rojo vivo.
Eslogan da en el clavo. En este contexto, el eslogan publicitario del Tribunal Supremo de Elecciones para la actual campaña electoral da en el clavo: “Un voto informado es un voto inteligente. ¡Sea responsable con Costa Rica!”. Claro que sí: informarse bien en fuentes fidedignas, estar en guardia frente a las imbecilidades y mentiras de las redes sociales, y analizar críticamente situaciones del presente y del pasado, dejando de lado clichés y lugares comunes.
A modo de ejemplo: una peligrosísima y generalizada creencia es pensar que la verdad es un asunto cuantitativo. A mayor número de personas afirmando o negando tal o cual cosa, mayor garantía de su veracidad. Se trata de un argumento conocido como consensus omnium o, si se prefiere, el consentimiento de todos, la unanimidad. Y así nace la idea de que “la mayoría nunca se equivoca” o aquello de Vox populi, vox Dei. Error monumental: ni la voz del pueblo es la voz de Dios, ni la mayoría es infalible. Precisamente, suele ser todo lo contrario. Basta con repasar la historia reciente del país para saberlo. Sin comentarios. Reflexione cada uno con reposo y en silencio.
¿Tendrán los ciudadanos, esta vez, la sindéresis y sensatez de elegir a alguno de los candidatos menos malos, y no a vociferantes cantamañanas? Tengo mis reservas… ¿Duda alguien de los negros nubarrones y una muy probable “tormenta perfecta”?
Los diciembres siempre son recopilatorios de lo acontecido durante el año en cada país del mundo. Ojalá que, dentro de once meses, nadie escriba, con base en lo ocurrido aquí, el mismo título de estas líneas y sin signos de interrogación.
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El autor es filósofo.