Hace muchos años, cuando fui presidenta de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Sociología de la Universidad Nacional, me debatía entre contradicciones de cierta naturaleza.
Por un lado, llegué a cuestionar el culto hacia una figura del Partido Comunista de China, al punto que me deshice de sus libros que abarrotaban los estantes de la biblioteca estudiantil para sustituirlos por otros que sí se leían en los cursos.
Por otro lado, estaba convencida, por influencia de cuando menos cuatro profesores, de que los medios de comunicación eran el principal enemigo del pueblo —al que, por supuesto, yo decía defender— y, debido a ello, en una de las protestas que organizamos entonces, me atreví a gritar palabras soeces a un periodista que cubría la noticia desde lo alto de un puente (¡Freddy, perdón!).
Eran tiempos en los cuales dudaba del “sistema”, pero creía ciegamente que mis ideas —casi las mismas de los compañeros de clase y profesores— eran verdades irrebatibles.
Por supuesto que no hubiera sabido explicar a nadie que me lo preguntara en aquel momento qué diablos era el sistema o el pueblo, porque todo lo que juzgaba era que el mundo se dividía entre héroes populares y villanos corruptos y, lógicamente, estaba desesperada por pertenecer a la primera clase. Es decir, mi actitud se debía, en parte, a la ignorancia.
Con el pasar de unos años, durante los cuales me propuse como sujeta de mi propia consideración crítica, trato de dudar un poco más, sobre todo, de quienes hablan con la boca muy abierta y los oídos cerrados —como mis profesores del pasado y tantos políticos ahora—, pero también de mí misma. Me desafío con alguna frecuencia y, en ocasiones, con apenas un éxito modesto o, incluso, en balde.
Pensamiento crítico
Quizá debido a la reflexión sobre esas vivencias es que mi principal estrategia pedagógica es fomentar la duda en el estudiantado y procurar que se entrenen en el arte de formularse preguntas, sencillas pero fundamentales, cuando estén frente al discurso de alguna figura.
Qué dice: ¿Critica a alguien y da pruebas, propone soluciones de manera concreta, afirma haber logrado algo y lo demuestra?
Quién lo dice: ¿Ocupa un cargo público o es un ciudadano? ¿Tiene algún tipo de poder? ¿Dónde vive?
Para qué: ¿Contribuye a fortalecer al país, se beneficia política, económica o personalmente? ¿Atenta contra alguna libertad, afecta la democracia y la convivencia respetuosa?
Cómo lo hace: ¿Cuáles palabras, tonos y lenguaje corporal utiliza? ¿Presenta pruebas?
Contra quién lo dice: ¿Unas ideas, una persona, un sector de la población, un país, un sistema social?
Troles
A diferencia de aquel período cuando las cabezas calientes no teníamos tanto material para carbonearnos, enfrentamos hoy un reto enorme debido a la muchedumbre de troles (personas) y bots (cuentas administradas por un algoritmo) que se la pasan flameando (provocando reacciones virulentas con sus comentarios) con cualquier excusa.
Este contexto actual tiene manifestaciones lastimosas que vemos de unos días para acá con incredulidad y bochorno: un desfile de pruebas sobre el pago a estos seres nórdicos por parte de algunas personas del gobierno, con el objetivo de perjudicar a una parte de la prensa y de aparentar un apoyo que no tienen.
Es probable que quienes trolean lo hagan con plena y buena conciencia. Mientras lo planean o ejecutan, no les atormentará su superyó: “Pero qué barbaridad, qué mal actuás, qué vergüenza si te descubren”, sino que lo llevan a cabo con la insolencia de quien, por estar seguro de tener la absoluta razón, se arroga el derecho de hacer lo que quiere y, si es descubierto, se enoja y siente víctima, como también vimos en algunas declaraciones de funcionarios frente a las pruebas que se publicaron sobre su asociación con el mundo de los gnomos.
Nuestro gusto por las certidumbres, por los dogmas elevados a cualidades superiores, y nuestro deseo compulsivo de acertar y salirnos con la nuestra nos puede empujar a cruzar fronteras que rompen con la ética mínima y atentan contra la convivencia democrática. Por ello, es conveniente que el problema sea discutido con seriedad y calma.
La cuestión tiene que ver con lo que la historiadora y psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco señala en su libro más reciente: “autoafirmación —transformada en hipertrofia del yo— sería el signo distintivo de una época en la que cada cual trata de ser él mismo soberano, como un rey, y no como otro”.
La actitud, siguiendo a Roudinesco, se da en un contexto social de delirios, conspiranoias (sic) y del rechazo al que no es como yo: al otro, expulsado mediante mecanismos cada vez más sofisticados.
Asimismo, está asociado con nuestros problemas culturales, como el hecho de que no tenemos tradición en el cultivo del comportamiento honrado y compasivo.
Las actitudes de ese Yo gigante son asociables, también, con las familias de origen: toda esta gente que viene de linajes horrendos con quienes sufrieron un daño que se manifiesta con mucho enojo y resentimiento y que no quiere o no sabe qué hacer con ello más que descargarlo hacia fuera.
La abundancia de césares es notoria por dondequiera: ¡Hasta en el Festival de la Luz alcancé a ver a varios que ejercían en razón de un cargo que les habilitaba para ordenar rótulos y carrozas!
Esos príncipes son la gente que, con un desparpajo que muchas veces nos sonroja, opina sobre todo desde un alto trono como si fuera experta, prometiendo hazañas que ni en el universo de Marvel se cumplen.
Excesos
Ni hablemos de la falta que hace la honestidad, pero como mínimo se necesita algo de moderación que permita considerar la posibilidad de estar equivocados, que obligue a pensar unos minutos antes de actuar en público, que ejerza motivación para recapacitar sobre lo que leemos y vemos, que nos facilite una perspectiva donde los demás quepan junto con su diferencia de opinión y el mundo no sea ese breve trecho que dejan ver las anteojeras.
Con un poco de sobriedad, un presidente de la República no sonreiría sardónicamente frente a las preguntas de la prensa ni le encajaría el mote de “canalla”, una diputada no matonearía a otra que le lleva la contraria y una ministra no pagaría para destruir a nadie.
Hace falta algo más de sensatez para aceptar que nuestra imagen propia, gustos, fantasías de grandeza, odios y elecciones personales no son de recibo obligatorio de nadie.
Es menester igualmente ejercitar más la incertidumbre, como actitud frente a la numerosa información que llega de bocas monárquicas: hace rato se venció el período de gracia para afirmar cómo desborda nuestra existencia tanta información disponible.
Es menester tener recelo de las altezas y recordarles algunas palabras de la socióloga inglesa Margaret Archer: “La sociedad es aquello que nadie desea en la forma exacta en que la encuentra”. Porque con tanto emperador nos van a faltar plebeyos.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.