Unos ojillos curiosos asomaron mientras una mujer intentaba venderme una golosina, un llavero o un lapicero. Tiene cinco o seis años a lo sumo, pero a tan corta edad se nota que ya es consciente de las penurias de su hogar.
La pequeña juega en el frío piso con una muñeca despelucada, pero sigue con atención las maniobras que su mamá realiza para ganarse algunas monedas enfrente de un restaurante de comida rápida.
Son pasadas las 8 p. m. de una noche ventosa de diciembre. ¿Cuánto tiempo más tendrán que permanecer en ese sitio? Los ojillos curiosos parecen resignados a una larga espera, así como a la vida de limitaciones que lleva.
Al igual que esta niña, casi medio millón de chiquitos y adolescentes viven acorralados por la pobreza o pobreza extrema en Costa Rica. Pero lo más triste es que sus posibilidades de superar esta condición parecen muy limitadas.
De acuerdo con el Programa Estado de la Nación, 456.000 menores de edad enfrentan el riesgo de perpetuarse en la pobreza, debido a los recortes sistemáticos en educación pública y programas sociales.
El estudio revela, por ejemplo, que en el 2022 la inversión en educación por persona fue menor que en el 2010, lo cual resulta paradójico en momentos en que el país aspira a atraer grandes compañías para generar empleo.
¿Cómo vamos a satisfacer la exigente demanda de servicios calificados si estamos socavando, de manera sistemática, la formación que reciben las futuras generaciones de trabajadores?
El informe del Estado de la Nación también revela una caída significativa en la asignación de recursos para los programas de apoyo dirigidos a las poblaciones menos favorecidas.
Dichas ayudas, bien canalizadas y supervisadas, permitirían que una jefa de hogar deje a su hijo en una guardería mientras va a trabajar, que un adulto complete el bachillerato o que un escolar sí almuerce entre semana.
Como bien lo señala el estudio, la educación y los programas sociales son esenciales promotores de ascenso y movilidad social, pero los hemos marginado al calor de las congojas fiscales del Estado y la falta de ideas de las autoridades de turno.
El precio de este imperdonable descuido lo estamos pagando. Cada vez que vemos unos ojillos curiosos rogando por caridad o alejados de las aulas, resulta claro que fracasamos como sociedad al no ofrecerles un mejor futuro.
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El autor es jefe de información de La Nación.