El atroz asesinato de Fernando Villavicencio, periodista, político y candidato presidencial ecuatoriano, el 9 de agosto en Quito, no es un hecho aislado. Los hombres que dispararon sobre la humanidad indefensa de Villavicencio son un prototipo cada vez más común en América Latina: integrantes de una banda criminal, propietarios de potentes armas, delincuentes que practican una amplia gama de delitos, del que el sicariato es una de las más lucrativas y de rápidos réditos, porque aparecen sorpresivamente, se aproximan a su objetivo, lo balean y huyen.
Es lo que ocurrió con Villavicencio, pero también con el fiscal paraguayo Marcelo Pecci, el 10 de mayo del 2022. Estaba con la esposa en una playa en las proximidades de la ciudad de Cartagena, Colombia, cuando un sicario, que llegó en una moto acuática, se bajó del vehículo, se acercó, le disparó dos veces y huyó.
Es lo que viene pasando en México como una especie de tragedia crónica, país donde el narcotráfico ha asesinado a casi 160 periodistas —sí, nada menos, 160 profesionales del periodismo que cumplían con su trabajo—, desde el año 2000 hasta ahora.
Es lo que ocurrió, por ejemplo, al periodista guatemalteco Pedro Alfonso Guadrón Hernández, el 30 de julio del 2021. Es lo que ocurrió al periodista colombiano Rafael Moreno, asesinado el 16 de octubre del 2022, quien había recibido un sobre que contenía una bala y una nota que decía “Ya sabemos todos los movimientos que haces, adónde vas, a qué hora te levantas, a qué hora te acuestas. Ya sabemos dónde tomas trago en Montelíbano. Mejor dicho, sabemos todo de ti. No te vamos a perdonar lo que estás haciendo”.
Peligroso desafío
Ninguno de los aquí mencionados, ni decenas de otros casos que podrían ser recordados, son crímenes ocasionales. Forman parte de un fenómeno mucho más articulado de lo que podría parecer a priori, y que constituye quizás el más peligroso desafío que debe afrontar América Latina, ahora mismo y en los próximos años. Veamos.
En la operación de todo grupo del crimen organizado, hay un objetivo común: tomar el control de las zonas en las que realizan sus operaciones. El control no es solo territorial —físico—, depende también de neutralizar, hacer cómplices o eliminar a quienes se oponen o resisten. Por eso, históricamente, el narcotráfico tiene como objeto poner bajo su dominio a los cuerpos policiales, a los jueces y a las instituciones que cumplen funciones de fiscalía.
Cuando algún funcionario de estas organizaciones se niega a colaborar, insiste en investigar, denuncia públicamente o se empeña en hacer cumplir la ley, entonces, los sicarios entran en juego: los contratan, van y matan al enemigo, tal como le pasó a Villavicencio y a tantísimos otros.
No hay aquí gratuidad en el uso de la palabra enemigo, el periodismo es, a fin de cuentas, mucho más que las instituciones del Estado —del Estado corruptible, habría que escribir—, la principal fuerza de resistencia con la que cuentan las sociedades y los ciudadanos para evitar una todavía mayor expansión del narcotráfico y de la delincuencia organizada.
Sin embargo, el crecimiento del narcotráfico no ha cesado en las últimas dos décadas en todo el continente. En México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Belice, Jamaica, la República Dominicana, Haití, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Uruguay, Argentina, Guyana y Surinam, el narcotráfico se ha convertido, de forma paulatina, en una poderosa realidad económica, social y política.
Esto es importante: no una operación delictiva que se produzca al margen, en la periferia de las sociedades. Al contrario, en calles, barrios, zonas y ciudades tiene una presencia determinante en la vida cotidiana de millones de personas.
El narco quiere gobernar
En estos países, además de policías, jueces y custodios de las cárceles, el narco ejerce su dominio en alcaldías, gobernaciones, ministerios, puertos y aeropuertos, unidades militares, instalaciones hospitalarias, aduanas, organismos especializados en la agricultura y la gestión de las zonas rurales, bancos, empresas de inversiones, líneas aéreas y en todo tipo de empresas de transporte, tanto de personas como de paquetes y mercancías.
Esto significa, nada menos, que el crimen organizado ha entrado en una nueva etapa histórica. Ahora tiene como objetivo el poder político, el control de las instituciones del Estado. Quiere tener presencia en los procesos electorales (que pregunten al hijo de Gustavo Petro cómo el dinero del narco toma el control de una campaña electoral), en la formulación de las leyes, en la definición de la política exterior y de la política militar de los países.
El narco quiere gobernar. Y tiene este objetivo porque ha entendido que, en lo que alcanza el ejercicio del poder, el estatuto de inmunidad e impunidad plena adquiere nuevas garantías.
De ello trata, en esencia, el legado de Chávez y la experiencia de la narcodictadura de Venezuela: han probado, con éxito indiscutible, que es posible tomar el poder por la vía electoral y, más significativo, han inventado un modelo de ejercicio real del poder, que consiste en repartir los territorios, las instituciones y las riquezas de la nación entre un grupo de mafias donde hay narcoguerrillas, bandas policiales, bandas militares, grupos partidistas, paramilitares, partidos políticos en otros países, expresidentes y un amplio conglomerado de socios, y así perpetuarse en el poder. Inventaron el modelo y lo han puesto a prueba.
No puedo terminar este artículo sin consignar una advertencia conocida, pero cada día más necesaria, el de Chávez y Maduro es un modelo concebido para la exportación. No es solo una realidad inherente y exclusiva de Venezuela. Venezuela es solo un laboratorio que está trabajando con recursos financieros y apoyo internacional —Rusia, China y otros— para imponer el modelo del régimen de mafias en otros países del continente.
El asesinato de Villavicencio forma parte de ese horizonte. Lo repito, no es un hecho aislado.
El autor es presidente editor de “El Nacional” de Venezuela.