Así como lo relato fue, de manera casi inevitable, una conversación entre tres señores mientras en una sala de aeropuerto esperaba la salida de un vuelo que estaba retrasado. Uno de ellos tenía acento costarricense y los otros dos parecían ser argentinos o uruguayos. Lo que escuché fue lo suficientemente importante como para ser divulgado.
La justicia, dijo uno, consiste en recibir el equivalente a lo que des. El código de Hammurabi, emitido casi 2.000 años antes de Cristo, indica claramente que si alguien le quiebra un hueso a un amigo, el amigo debe quebrarle un hueso a él. Si le mata una hija, uno debe matarle una hija a él. Eso no tiene sentido, intervino otro, porque la hija de este es inocente y es la que termina pagando la mala conducta de su padre. No es injusto, le contestó el otro, porque también la hija del primero, que fue asesinada, lo era.
Pero el segundo hombre insistió en que eso no era justo. ¿Qué sería lo justo?, preguntó el primero. Lo justo es procesar civilizadamente al asesino y, de quedar sin duda alguna comprobado su crimen, sentenciarlo a unos 30 años de prisión, le respondió el segundo. Pero eso no convenció al primero, el admirador de Hammurabi, quien aprovechó para preguntar: ¿En qué consiste la justicia que se practica en países como Costa Rica, donde a un asesino se le encarcela y la sociedad tiene que incurrir en el costo –por los 30 años que usted menciona– de alimentarlo, vestirlo, curarlo cuando se enferma, invertir en cárceles y tener varios turnos de guardas cuidándolo para que no escape? ¿Qué gana la sociedad con la forma en que se trata a maleantes que “pasan” por la Fiscalía hasta ochenta veces, sí ochenta, sin que reciban pena alguna? Eso no deja de ser un juego de casita y un enorme desperdicio de recursos públicos.
El robo parece haberse convertido en una rentable profesión, dijo, a la cual ingresan personas que comparan las ganancias monetarias que obtienen de ello contra el costo de ser capturados y condenados, ponderados por la probabilidad de una y otra cosa. Si pocos son capturados y los que lo son en general no resultan condenados, el robar en buses, mercaditos y hasta a transeúntes en la avenida central de San José al mediodía apareja bajo costo.
Ley de la selva. El tercer hombre, que hasta el momento había permanecido callado, intervino para decir que aunque el código de Hammurabi suene muy equilibrado, él acepta como un dato el que en la sociedad hay personas de alto, mediano y de bajo rango y que las indemnizaciones por perjuicios sufridos por los de bajo rango son inferiores a los de alto.
Sí, le contestó el primero, eso es verdad. Pero es que la naturaleza así opera. ¡Vaya dígale al león alfa macho que todos sus semejantes son iguales a él y me cuenta lo que le responde! Lo mismo ocurre en el género humano: ¿Acaso que todos juegan fútbol tan bien como Messi, cantan como Frank Sinatra, razonan como Einstein o escriben como Miguel de Cervantes?
La igualdad no tiene que ver con esas trivialidades –respondió el tercero– ni con el color de la piel, ni con la forma de los ojos o la estatura, sino con el alma, porque los seres humanos fueron creados a imagen y semejanza de Dios y todos somos iguales. Bueno, esa es su interpretación o, más bien, la judeo-cristiana, relativamente reciente en la historia de la humanidad y quedó recogida, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Esa concepción pone al ser humano en el punto más alto de la creación, por encima de todos los animales, de la flora y de las piedras. Pero por mucho tiempo la humanidad no pensó así. Quien piensa así no siempre trata bien a los animales porque los considera compañeros inferiores de creación y basta con ver cuántos pizotes y jaguares son atropellados a cada rato por camioneros imprudentes en la carretera que lleva a San Carlos y gallinas que son convertidas en máquinas de poner huevos.
El alma. Bueno, dijo el tercero, los animales son inferiores al ser humano, no tienen alma, y eso –en cierto sentido– es lo que explica la forma en que se les trata. Pero, intervino nuevamente el segundo, precisamente por carecer de alma es que debería tratárseles bien porque no pueden capitalizar en la vida futura sus padecimientos en este mundo. Creo que en esto te cabe la razón, dijo el primero.
La regla conocida como “ojo por ojo, diente por diente”, si bien pareciera justa, podría dejar a todo mundo ciego y desdentado, reflexionó el segundo. Sí, podría llevar a eso, dijo el primero, pero más probablemente lleve a que nadie haga mal a su prójimo, pues sabe que lo que haga le podría ocurrir a él o ella. ¿Acaso se espera que el dictado cristiano “al que hiere en la mejilla, dale también la otra” lleve a una situación en que muchos terminan con los cachetes rojos? Este, más bien, ayuda a que nadie le hiera la mejilla a otro.
LEA MÁS: ¿Pueden los vivos explotar a los futuros ciudadanos?
Ante eso, el segundo se apresuró a señalar que el orden social que promueve el cristianismo que –entre otras cosas– dice “haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen”, no se basa en la justicia. Tenés razón, dijo el tercero, ese orden se fundamenta en el amor, que es ciego y desinteresado. Quien ama, dijo, no espera recibir nada a cambio. Y el amor a Dios no se debe fundamentar en el temor al castigo ni en el deseo de alcanzar la felicidad eterna, pues si esos fueran los móviles no sería amor a Dios. Sería un simple trato mercantil, como el comprar un kilo de yuca, que no se rige por la Biblia sino por el Código de Comercio.
En ese momento, los parlantes anunciaron que había que proceder a abordar mi vuelo y no pude escuchar de qué otras cosas continuaron hablando esos tres señores. Pero lo que oí (¿o será que lo soñé en la pequeña siesta que tomé?) ciertamente me dejó pensando durante varias semanas.
El autor es economista.