Aseveraciones de personajes con títulos profesionales en diversas ciencias lo dejan a uno perplejo. Son practicantes temporales, cuando no permanentes, de la anticiencia. Sus afirmaciones van en contra de lo científicamente comprobado o de lo que la mayor parte de la evidencia señala como la mejor verdad posible hasta el momento.
El problema no es solo creer algo falso, sino también la influencia basada en la falacia de autoridad. La promoción de ideas anticientíficas por científicos socava la confianza en la ciencia y tiene consecuencias perjudiciales para la salud y el bienestar social. La desconfianza en las vacunas, por ejemplo, ha causado brotes de enfermedades prevenibles y puesto en peligro la salud pública.
La ciencia y la anticiencia representan extremos enfrentados por el conocimiento y la interpretación del mundo. La ciencia se basa en métodos rigurosos, empíricos y sistemáticos para entender la realidad a través de la evidencia.
La anticiencia, por su parte, rechaza o desconfía de aquellos métodos en favor de creencias no fundadas en evidencia. Al decir ciencia, hablo de todas: naturales, exactas, humanas, políticas, económicas, etc.
La observación, la formulación de hipótesis, la experimentación, el análisis y la aceptación de conclusiones fundamentadas en datos verificables y reproducibles son la base de la ciencia.
Los científicos nos comprometemos a seguir estos métodos para que el conocimiento avance. Si bien ha habido discusión sobre la universalidad del método científico, este ha sido el principal responsable de progresos cada vez mayores y en menos tiempo a partir de una comprensión más profunda de las cosas.
Principios esenciales de la ciencia son la autocrítica, la apertura a la revisión y la autocorreción. Excepto las leyes y los teoremas, todo conocimiento es rebatible: la mejor verdad posible hasta ese momento hasta que otra más fiable la sustituya.
Popper propone su criterio de falsabilidad: todo conocimiento es falsable hasta que se demuestre lo contrario. Por eso, los científicos publicamos nuestros hallazgos en revistas donde otros expertos o pares verifican y cuestionan los resultados. Es un ejercicio crucial para la integridad científica, y asegura que solo las teorías y los descubrimientos robustos sean aceptados.
Por otro lado, la anticiencia se manifiesta en la desconfianza hacia la metodología científica. Prefiere, entonces, las explicaciones no apoyadas en evidencia. Algunos profesionales lo harán con evidencia que confirma su creencia: el sesgo de confirmación.
Orígenes varios
Este fenómeno puede tener su origen en el miedo y la desconfianza: la ciencia percibida como inaccesible o elitista, lo que incita a desconfiar a quienes no comprenden sus procesos o dudan del beneficio de sus avances. Otra causa puede estar en creencias personales y culturales, que chocan con los hallazgos científicos. Hay rechazo a creer en la ciencia cuando se colocan por encima las convicciones personales.
No obstante la abundancia de fuentes de datos, proliferan la información errónea y las teorías de la conspiración. Las redes sociales, con una penetración casi absoluta, son la principal fuente y caja de resonancia de la anticiencia.
Umberto Eco lo definió como la “invasión de los idiotas”. Se alimenta la anticiencia y se erosiona la confianza en las instituciones científicas. No hay que descartar que intereses económicos y políticos espurios y despreciables suelen promover la anticiencia para proteger sus agendas: el negacionismo climático, apoyado por industrias que se benefician de prácticas ambientalmente dañinas, es un ejemplo.
Lo que resulta alarmante es que personas formadas en la rigurosidad del método científico propaguen discursos anticientíficos y que sus afirmaciones, amparadas en el sesgo de autoridad, lleguen al público de manera viral y abundante.
Un video en TikTok, Instagram, X, Facebook o cualquier otra red social tendrá miles y hasta millones de vistas en cuestión de minutos, causando un daño imposible de enmendar en meses o años. Dos ejemplos: profesionales con tendencia antivacunas o los que niegan las causas y efectos de las migraciones humanas.
¿Qué lleva a una persona con formación científica a esta conducta? Las creencias personales (sesgo cognitivo) pueden influir en su interpretación de los datos y llevarla a conclusiones contrarias a la evidencia empírica o las presiones de instituciones, patrocinadores o grupos de interés que influyen en sus posiciones y discursos.
Asimismo, los intereses económicos mueven, de manera dolosa, a científicos vinculados con industrias específicas a torcer su objetividad, y también las afiliaciones políticas y el activismo para priorizar su agenda.
En respuesta a la anticiencia, los científicos tenemos la responsabilidad ética y profesional de adherirnos a los principios del método científico y comunicar nuestros hallazgos de forma precisa por medios legítimos y validados. Esto incluye reconocer los propios sesgos, resistir las presiones externas y priorizar la evidencia sobre los intereses personales o económicos.
Educación como antídoto
Es crucial el compromiso con la educación y la divulgación científica, acción fundamental para combatir la anticiencia, y hacer la ciencia accesible y comprensible para la mayoría, desmitificando sus procesos y explicando la importancia de basar decisiones en evidencia sólida.
En días recientes, un médico en las redes sociales divulgó una serie de falsedades acerca del gusano barrenador. Todas ellas científicamente refutables. Al final de su diatriba —abiertamente conspiranoica— citó a Maquiavelo: “Quien controla el miedo de la gente se convierte en el amo de sus almas”.
En contraposición, Voltaire afirmó: “Aquellos que pueden hacerte creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades”. Y Stephen Hawking remató: “La mayor enemiga del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión del conocimiento”.
La ciencia ha demostrado ser una herramienta poderosa para mejorar nuestras vidas y entender el mundo. Sin embargo, su credibilidad puede ser socavada cuando los propios científicos adoptan o promueven ideas anticientíficas.
Mantener la distinción entre la ciencia y la anticiencia es vital para preservar la integridad del conocimiento científico; para ello, el pensamiento crítico resulta imprescindible.
El autor es médico veterinario, profesor de Epidemiología en la UNA y la UCR. Ha publicado aproximadamente 140 artículos científicos en revistas especializadas.