Las víctimas fueron ejecutadas en sus propias casas, en sus camas, en los refugios construidos para protegerse de los misiles, en los baños, en los patios, en las calles, detrás de los árboles, dentro de vehículos.
Hubo violaciones en grupo a mujeres, quienes además fueron agredidas sexualmente con objetos y sus genitales fueron mutilados. También los niños fueron objeto de aberraciones y una cantidad considerable de cuerpos fueron quemados.
Desde entonces, no ha pasado un día en que en Israel no suenen las sirenas ni caigan misiles, que la población no tenga que correr a resguardarse de la amenaza que se cierne sobre ellos a toda hora.
Al ataque de Hamás del 7 de octubre, inmediatamente se unieron Hizbulá desde el Líbano, en el norte, los hutíes de Yemen y su patrocinador, Irán.
Esta no es una lucha convencional; es una estrategia con el único propósito de destruir a Israel, y ha quedado claro en este año de violencia que a Israel se le exige un estándar más alto que a cualquier otra nación.
Hamás encendió la mecha, pero buena parte del mundo apoya el terrorismo cuando evalúa a Israel con parámetros ni siquiera impuestos a Vladímir Putin en su guerra contra Ucrania. El rasero aplicado a Israel, por ende, tiene raíces antisemitas con tintes políticos.
Tanto israelíes como gazatíes son víctimas del odio y de la violencia, de la maldita violencia: los israelíes, por el antisemitismo ancestral; los gazatíes, porque en Israel el primer ministro, Benjamin Netanyahu, ignora las voces a favor de la fundación de un Estado palestino, una solución cada vez más lejana, pero a la cual nunca se debería renunciar, aunque en el pasado hayan sido los propios líderes palestinos quienes se opusieron a esa posibilidad en repetidas ocasiones.
Los gazatíes necesitan liberarse del yugo de Hamás, de los ayatolás de Irán y de cualquier otro que los use como instrumentos para justificar su objetivo de exterminar a Israel y al pueblo judío.
Al Estado de Israel y a las personas de fe judía el mundo les cobra un precio por existir. Es hora de reconocerlo.
gmora@nacion.com
La autora es editora de Opinión de La Nación.