Cuando el presidente estadounidense Bill Clinton respaldó el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio, sugirió que eso generaría cambios profundos «desde adentro hacia afuera». Al unirse a la OMC, China no simplemente aceptaría importar más productos estadounidenses, sino que «aceptaría importar uno de los valores más importantes de la democracia, la libertad económica». Además, predijo que cuanto más liberalizara China su economía, más plenamente liberaría el potencial de su pueblo.
La realidad ha resultado ser mucho más complicada. La noción de que el libre comercio conduce de manera inexorable hacia la democracia no comenzó con Clinton. George H. W. Bush, su predecesor, suponía lo mismo. «Ninguna nación sobre la tierra ha descubierto una manera de importar bienes y servicios del mundo y, al mismo tiempo, detener las ideas del extranjero en sus fronteras».
A dos décadas del ingreso de China a la OMC, su economía ha logrado los hitos esperados. Pero está lejos de haberse convertido en una democracia, y las autoridades estadounidenses no solo han perdido confianza en la supuesta relación entre la libertad económica y la libertad política, sino que ahora temen que la democracia occidental sea vulnerable a la influencia china.
Como advirtió el año pasado el entonces secretario de Estado Mike Pompeo, el mundo libre tendría que «cambiar a China o China nos cambiará a nosotros». De manera similar, tras la cumbre del G7, celebrada el pasado verano, el presidente estadounidense, Joe Biden, definió la lucha entre las democracias occidentales, lideradas por EE. UU., y China como «una competencia con los gobiernos autocráticos de todo el mundo». Con ecos de la lógica de la Guerra Fría, parece que el supuesto es ahora que solo hay espacio para un sistema político en el planeta.
En cierta medida, China parece suscribir una visión de mundo similar. Ve las iniciativas de Occidente de apoyo a los derechos humanos como una amenaza directa a su estabilidad política interna. La soberanía y la «dignidad nacional» chinas son lo primero.
En cualquier caso, Estados Unidos debería tener cuidado con lo que desea. China es una potencia global, con una economía que ha impulsado el crecimiento y la prosperidad en todo el planeta. Si experimenta una transformación política profunda, el proceso podría no ser particularmente pacífico, en cuyo caso las consecuencias tendrían repercusiones mundiales.
Por supuesto, en tanto el Partido Comunista Chino (PPCh) pueda evitarlo, nunca ocurrirá una transformación así. El PCCh ha aniquilado todas las iniciativas en ese sentido, incluido el Movimiento de Nuevos Ciudadanos, encabezado por figuras como el fallecido intelectual Liu Xiaobo, que obtuvo el Premio Nobel de la Paz mientras se encontraba encarcelado por promover una carta en favor de la democracia.
En 1989, se hizo conocido por sostener una vigilia para proteger a los manifestantes de la plaza Tiananmén de otra acción del PCCh que apuntaba a aplastar el movimiento prodemocracia.
Con todo lo incómodo que pueda resultarles a los occidentales admitirlo, el PCCh ha podido liderar con éxito a China por varias crisis sucesivas: la epidemia de SARS del 2002-2003, la crisis financiera global del 2008 y la pandemia de covid-19.
Por supuesto, otros países asiáticos que no tienen gobiernos autoritarios también manejaron bien esas crisis. No obstante, dado el peso económico y el tamaño de China, esos episodios podrían haber sido mucho más desestabilizadores de lo que acabaron siendo.
Con esto no quiero decir que no serían positivos cambios en el sistema político chino. Ni tampoco sugiero que el PCCh siempre se las arreglará para evitar el cambio o manejar bien una crisis (como se colige de sus fallos en el manejo al comienzo de la pandemia de covid-19).
Aun así, los sistemas políticos son inherentemente dinámicos y abiertos a evolucionar. Prueba de ello es el éxito económico de China, que refuta la afirmación de Max Weber de que las culturas confucionistas eran incompatibles con el capitalismo.
Hasta ahora el PCCh se las ha arreglado para crear una versión del capitalismo que se alinea con sus prioridades (y las impulsa) y garantiza la persistencia de su monopolio político. El crecimiento y desarrollo económicos han dado al régimen unipartidista lo que el fallecido politólogo Samuel Huntington llamaba una «legitimidad por desempeño». Pero también podría significar su caída si China sufre una desaceleración lo suficientemente aguda.
Incluso la continuación del éxito económico podría ser problemática para el PCCh. Clinton y Bush no estaban del todo equivocados en su creencia de que la liberalización económica puede debilitar una dictadura: es lo que le ocurrió al régimen de Francisco Franco en España. La creciente prosperidad y exposición al mundo exterior suelen alimentar el resentimiento en países autoritarios.
Por esta razón, el PCCh sigue resistiéndose a una liberalización plena y protegiendo al sector estatal, a pesar de sus altos costos. Es también un importante motivo para el notable aumento de la inversión del Partido en seguridad interior: el gasto anual en este concepto se ha más que triplicado desde el 2007. En el 2017, el gasto chino en seguridad interior ascendió a 1,24 billones de yuanes ($196.000 millones), superior en cerca de 20.000 millones de yuanes al gasto en defensa militar.
Toda esta inversión hace que una revolución sea altamente improbable. Incluso dictaduras sin estos recursos —como Cuba o Irán— han solido ser altamente resistentes. E incluso si, digamos, ocurriera en China un golpe interno, hay pocas razones para pensar que llevaría al país a algo que se parezca a una democracia de estilo occidental.
Rusia no se convirtió en una democracia tras el colapso de la Unión Soviética; por el contrario, el mandato del presidente, Vladímir Putin, ha demostrado la facilidad con que las fuerzas autoritarias pueden sobrevivir a las «transiciones a la democracia».
La experiencia de Rusia (y sus persistentes ambiciones imperiales) también pone en cuestión el que un cambio de régimen en China implique que el país deje de desafiar a EE. UU. y sus aliados.
Se debe tomar en serio ese desafío. Al avanzar en sus intenciones imperialistas en el este asiático, el presidente chino, Xi Jinping, prácticamente ha abandonado la tan repetida promesa de un «ascenso pacífico» de China. También, ha establecido una dictadura neomaoísta con un culto a su personalidad.
Los intentos de obligar al régimen de Xi a que cumpla sus obligaciones en materia de derechos humanos probablemente generarán un antagonismo todavía más peligroso.
Lo que Estados Unidos no haga por mitigar la amenaza a la seguridad representada por China es tan importante como lo que haga. La administración Biden debe seguir dando pasos en torno a los últimos avances en la creación de acuerdos de seguridad colectivos, como el pacto Aukus con el Reino Unido y Australia, y el llamado Quad con Australia, la India y Japón. Lo que no debería hacer es perpetuar un juego de suma cero al estilo de la Guerra Fría que apunte a obligar a China a cambiar de régimen.
Shlomo Ben Ami, exministro de Exteriores de Israel, es en la actualidad vicepresidente del Centro Internacional Toledo por la Paz.
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