Un prestigioso medio de comunicación de Estados Unidos lamentó en estos días que en ese país el 71 % de los jóvenes de la generación Z —cuyas edades oscilan entre los 17 y los 24— no califiquen para ser reclutados por las fuerzas armadas, principalmente porque carecen de las condiciones físicas requeridas para ello; algo que a primera vista me pareció absurdo.
No es que posea conocimientos sobre las aptitudes físicas que deben mostrar los guerreros contemporáneos, pero según entiendo los ejércitos modernos disponen de los recursos tecnológicos necesarios para que unos combatientes maten desde la comodidad de vehículos provistos hasta de aire acondicionado y para que otros dirijan sus misiles destructores y homicidas bajo la placentera modalidad de teletrabajo.
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Es decir que entre militares se justifica cada vez menos la expresión «soy carne de cañón».
Hasta hace poco no era así. Tras los saludos de Noche Vieja, la madrugada del primer día de 1959 atrapó a mi grupo en la plaza González Víquez, donde tenían lugar las que recuerdo como unas aburridísimas «fiestas cívicas».
Lo abandoné después de haber recibido la noticia de que en aquel momento el dictador Fulgencio Batista huía de Cuba mientras las huestes revolucionarias tomaban La Habana.
«Eso no es una novedad, sabía desde hace rato que iba a pasar», les dije y me fui a dormir.
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Si alguien me hubiera preguntado por qué estaba tan seguro, le habría explicado que me bastaba con un conocimiento de primera mano: el grueso de la soldadesca del ejército batistiano no servía ni para desfilar. Y no habría sido una broma.
Dos años antes había regresado de Cuba después de más de seis de residir allá, y había visto cómo buen número de graduados en la escuela politécnica en la que estudié habían sido reclutados por el ejército o la marina e, invariablemente, cuando al cabo de pocos meses me los encontraba en la calle embutidos en sus uniformes ya se veían como borregos cebados, pese a que en la escuela politécnica las prácticas atléticas y deportivas les habían quemado todos los excesos gastronómicos.
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Por esa razón tenía la certeza de que sería solo cuestión de tiempo para ver aquel desenlace. Admito que no fue una predicción científica ni nada por el estilo, pero ya quisiera haber sido tan acertado jugando a la lotería.
duranayanegui@gmail.com
El autor es químico.