“Los diputados cumplirán con el deber de probidad. La violación de ese deber producirá la pérdida de la credencial de diputado, en los casos y de acuerdo con los procedimientos que establezca una ley que se aprobará por dos tercios del total de los miembros de la Asamblea Legislativa”, dice el artículo 112 de la Constitución Política después de la reforma aprobada el 23 de mayo del 2018.
La enmienda vio la luz casi una década después de un pronunciamiento de la Sala Constitucional sobre la necesidad de establecer los medios para cancelar las credenciales a quienes incurran en faltas al deber de probidad, pero la ley requerida para poner la disposición constitucional en práctica es todavía una materia pendiente. Sin ella, el texto constitucional no pasa de las buenas intenciones.
En las proximidades de su último año de ejercicio, el Congreso debería retomar el tema para llenar el vacío señalado hace tanto tiempo por la Sala y satisfacer las demandas ciudadanas de enfrentar la corrupción en todos los ámbitos. La Asamblea Legislativa no debe sentarse a esperar otro escándalo, como los que impulsaron el pronunciamiento de los magistrados y la aprobación de la reforma constitucional, para completar la tarea.
La Constitución ya lo ordena y no hay razón para ignorar el mandato. A finales de setiembre del 2020, la Comisión de Asuntos Sociales archivó un proyecto planteado dos años antes por la diputada Yorleny León, y su reemplazo, presentado poco después, no ha logrado avanzar, como tampoco lo hicieron dos intentos adicionales.
La resistencia nace de infundados temores al ejercicio arbitrario de la cancelación de credenciales, pero una ley bien redactada no podría omitir las garantías necesarias. Por otra parte, impedir posibles excesos mediante la preservación del vacío procedimental es claramente inaceptable, sobre todo cuando la Constitución Política, cuyas disposiciones los legisladores juraron obedecer, ordena la conducta contraria.
El tema está en el olvido o, cuando menos, fue desplazado del debate público, pero renacerá con el próximo desliz de un legislador. Renovados reclamos de la ciudadanía exigirán la aprobación de la ley después de digerida la frustración de encontrar cerrados todos los caminos hacia el establecimiento de responsabilidades y la sanción correspondiente.
Esas frustraciones erosionan el prestigio de las instituciones y la confianza depositada en ellas por los gobernados. En juego está la legitimidad del sistema y esa es razón de sobra para actuar, si no a tiempo, porque han pasado demasiados años, por lo menos antes de la próxima protesta.
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