El repertorio de plataformas y redes sociales digitales a disposición de estos manipuladores es enorme. Todas les resultan útiles, pero entre las más eficaces están los servicios de mensajería personal, como WhatsApp, Messenger o Telegram. Los estamos experimentando.
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Por su penetración y facilidad de uso, casi nadie escapa a ellos. Por su carácter privado, funcionan como la cañería (¿o cloaca?) oculta de las corrientes desinformativas y escapan al escrutinio. Pero, más relevante aún, por su naturaleza personal, cercana y testimonial, generan altos niveles de empatía y confianza en sus interacciones (de uno a uno o en grupo), que debilitan nuestras defensas racionales y capacidad de distanciamiento para escrutar la credibilidad, fuentes, lógica interna e intenciones de los mensajes que circulan por ellos.
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Si un amigo comparte una falsedad que quizá recibió de otro, quien ni siquiera recuerda de dónde salió, nuestro impulso inicial es tomarla por cierta, por su origen inmediato, sin preguntarnos por el primario. Si la información que proviene de una tía resulta curiosa o la vemos como primicia, sentimos compulsión de reenviarla a nuestra «tribu» cercana, sin detenernos en ella. Si parece confidencial o secreta, o si la avala algún personaje que nos atrae, mayor aún el impulso.
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Todo esto lo saben quienes fabrican realidades embusteras para alcanzar fines que también lo son. Su avalancha es un complejo fenómeno sociopolítico que puede agobiarnos y confundirnos, pero tenemos recursos individuales para reducirla. Cinco de ellos: preguntarnos por las fuentes originales antes de reenviar contenidos; no reproducir lo que no nos consta; no replicar lenguajes de odio; saber cuándo debemos callarnos, y reconocer que hasta las relaciones más próximas pueden portar el virus desinformativo y, por ello, merecen aislamiento. Al menos, hasta terminar esta fase de la epidemia.
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