Hace unos veintitantos años, la calidad de la democracia estaba presente en los estudios sobre el funcionamiento de los sistemas políticos. Se procuraba determinar el grado en que lograban acoplar ese funcionamiento con los parámetros de una organización democrática del poder político.
Se estudiaban cosas como la medida en que las elecciones son libres y limpias, en que los gobernantes se sujetan al imperio de la ley, en que los sistemas de justicia logran tutelar los derechos y libertades ciudadanas, en que la ciudadanía tiene oportunidades de participación —y participa— en los asuntos públicos y en que las instituciones atienden diligentemente las necesidades de la población.
Se hacía un repaso, datos en mano, sobre estos temas para luego ver la magnitud de las brechas entre la promesa democrática y la realidad real de las cosas.
Hoy, el viento se llevó ese interés y por razones obvias. Si uno levanta la mirada allende este pequeño país, la cuestión candente no es cuán buenas son las democracias, sino si van a sobrevivir el asedio del populismo o del autoritarismo. Y es que muchas viven en alitas de cucaracha, en buena medida por su alejamiento de las demandas y necesidades populares.
Con todo, creo que el estudio de la calidad de la democracia sigue siendo relevante para Costa Rica, al menos más que la literatura sobre la quiebra de las democracias. Subrayo el tono tentativo. ¿Por qué? Porque nuestro problema principal es que se nos está deteriorando la calidad de nuestra convivencia política, no que nuestra democracia esté por caer.
Tenemos una esfera de opinión pública presa de la grosería y la posverdad, que sofoca el indispensable diálogo. Los partidos políticos están en la calle y la mayoría de las personas no se sienten representadas por ellos. Hay un retiro ciudadano de los asuntos públicos y una creciente falta de capacidad política para dar entregas de bienestar a las mayorías. Tenemos una democracia indiferente a las crecientes desigualdades y exclusión social. Pero, y esto es un gran pero, la libertad sigue imperando en nuestro país.
Hay gente aquí a la que no le gusta la democracia. Es estridente, sí, pero es una minoría y no está organizada. Les gustaría dar un zarpazo. Por eso, si queremos evitar males mayores, las fuerzas políticas debieran acordar un pacto para elevar la calidad de la democracia, nuestra casa común.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.