Cotidiana y angustiosa, noche interminable de pesadilla, la tragedia de Nicaragua nos está llevando al extremo maligno de acostumbrarnos a ella. ¡Por Dios, que nunca ese dolor nos sea indiferente! La historia de ese pueblo se repite como gota tenaz que nos revienta el alma. Las naciones vecinas atrapadas en voces de condena retórica y la indignación colectiva sumida en la impotencia. Por eso, preferimos, muchas veces, enterrar la cabeza en la arena y no leer nada más sobre Nicaragua.
Me siento en lidia entre la razón o el corazón, mientras escribo. Conciliación imposible. En este dilema me vence el sentimiento. Demasiado atesoro su inmensa alegría de vivir, hoy cortada de un tajo por la sangre derramada. Ese pueblo está solo frente al fusil del tirano. ¿Cómo logra mantener viva su protesta? ¿De dónde saca fuerzas? ¡Que nadie me diga que cada pueblo tiene el gobierno que se merece! Ningún pueblo se merece un Ortega.
“De diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, por los caminos van los campesinos con la chamarra y el fusil”. Así resumía Pablo Antonio Cuadra la repetición perenne de un pueblo empujado a las armas. A ese poeta nicaragüense le decían de derecha, en la época maniquea, cuando todo se dividía en bandos ideológicos de nomenclatura foránea, extraída de la Revolución francesa.
Ni de derecha ni de izquierda, su voz expresaba una indignación ética. Pablo Antonio condenaba la guerra y rezaría hoy para que su pueblo tuviera la fortaleza de resistir la tentación del fusil. Recemos por eso. Solo hay algo más funesto que el perverso opresor: otra guerra civil.
Levantamiento pacífico. Entonces surge el espléndido escenario de un levantamiento pacífico. Es un canto universal de banderas azul y blanco que cobijan un sueño elemental, casi cliché para nosotros, quienes crecimos teniéndolo asegurado: el sueño… — perdónenme tan insufrible romántica— el sueño de la libertad.
El baño de sangre que ha reprimido ciudades y aldeas, pueblos y barriadas, no logra acallar su grandeza. Ningún partido ha logrado capitalizar la sangre derramada. No aparecen sanchos ni quijotes, verdaderos o prefabricados. Por los caminos van los muchachos a rescatar a su país.
No será tan simple como la caída de un meteoro la extinción de los tiranos jurásicos. La permanencia impertérrita de Maduro en el poder, inventando constituyentes y fabricando elecciones, muestra un aspecto paradójico de la resiliencia de esa especie nefasta de dinosaurios: su necesidad de cubrirse con mantras democráticos.
Ya nadie les cree. Son más que evidentes sus montajes teatrales y la indignación pública de rechazo, generalizada. Esos regímenes no se detienen frente a ningún crimen. ¿Por qué, entonces, su esfuerzo fútil de llenarse de símbolos de legitimidad? ¿Ante quién guardar las apariencias? De alguna manera, su poder no está solamente en la boca del fusil. Siempre existen telarañas de complicidades, confesas y ocultas, nacionales e internacionales, que sostienen a las fieras.
Nunca cae solamente un déspota, sino el entramado de intereses por él alimentados. No es Ortega quien se sostiene, sino el orteguismo que quiere ver cómo hace para seguir sin él.
Disfrazados. Orwell lo había entendido en su novela 1984. Hannah Arendt lo explicó en la Banalidad del mal: la civilización impone condicionantes culturales a los atilas modernos y en los lugares menos pensados los tiranos tienen cómplices que necesitan disfrazarse tras una madeja de patrañas.
Detrás del cinismo que derrota todos los asombros, se esconde la pavorosa posibilidad de que regímenes autoritarios lleguen a ser aceptados en círculos respetables.
Así lo probó la historia. En España, con Franco; en Irán, con el sha; en Filipinas, con Marcos; en Chile, con Pinochet. Todos alcanzaron aceptación al mantenerse en el poder. Por eso, previendo supervivencia, se arropan de la ficticia legitimidad que necesitarán después.
Yo tiemblo, por eso. Si sobrevive al estallido popular, ya veo a Ortega sentado a la mesa con nuestros gobernantes. Esta novela no ha terminado y no siempre ganan los buenos. “Aparta de mí este cáliz”, lloró Vallejos.
Ya escribía yo que las fuerzas del tirano estaban intactas y que haría correr sangre en sus últimos estertores.
La sangre sigue corriendo y sobre Nicaragua no termina de extenderse siquiera la paz de los cementerios. Colmadas las cárceles, de diez en diez, de cien en cien, los caminos hacia Costa Rica se llenan de un alud humano de refugiados.
La historia de nuestra hermana volvió estremecedora a las fronteras de nuestra solidaridad. De nuevo, estamos al límite de nuestros recursos. Esto va pa’largo.
Escudo ideológico. Venezuela está destrozada. Es increíble el volumen de daño recibido. Repetir cansa, pero más debería cansar que eso siga impune: no hay medicinas, falta comida, no hay trabajo, la moneda no vale nada y el factor más devaluado es la esperanza. ¿Cuál Carta Democrática detendrá, entonces, la matanza en Nicaragua, si a Venezuela se le dejó languidecer irreparablemente?
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A un vulgar gorila, de aquellos de antaño, de chatarra de lata militar, la unanimidad del repudio es suficiente, como lo fue en Honduras, para bajarlo del caballo. Pero a estos tiburones modernos, que nadan en las aguas benditas de la izquierda intocable, los protege un escudo ideológico de fetidez anacrónica. Basta la palabra “imperialismo” y se paraliza la respuesta al clamor de socorro. Relamidos se paralizan los secuaces sectarios. Por eso retumba tanto el silencio timorato del Frente Amplio. Stalin sigue siendo un “padre” para intelectuales prosélitos de visiones trasnochadas que con Ortega llegaron a su culminación más grotesca.
Históricamente, al menos, en Nicaragua y Venezuela, el pueblo ya ganó. Pero falta, todavía, tiempo, hambre, dolor y sangre para que la historia termine de dar su veredicto inapelable. Ese día llegará antes si abandonamos la comodidad de nuestra indiferencia. ¡Unamos nuestra voz a Nicaragua en sus cantos de vida y esperanza!
La autora es catedrática de la UNED.