Había una vez un pueblo remoto y miserable enclavado en las montañas centroamericanas, sin luz ni agua potable. Cuando había suerte, la gente comía tortilla con frijol. Los chiquillos, panzones de tanta lombriz, corrían chingos entre el barreal, pues no había plata para ropa ni tienda cercana. Pues bien, en ese pueblo, sí, ahí, había una chancera con aire acondicionado y los chanchos comían alimento importado, que se guardaba en una bodega bien construida, mucho mejor que los ranchos de paja y tablón.
No invento el cuento, aunque sea inverosímil, aunque han pasado muchos años. Eso lo vi con mis propios ojos una vez que andaba evaluando proyectos para una agencia de cooperación internacional. Después de veinte años de estar escribiendo columnas, no sé si alguna vez mencioné el tema. Si lo hice, pido perdón a los acuciosos.
Recuerdo haber hecho dos preguntas a los encargados. La primera fue cómo se llegó a una situación así y la respuesta fue por una secuencia temporal de decisiones. Vistas aisladamente, cada una era una respuesta lógica a un problema, pero, en su conjunto, provocaron un resultado absurdo.
Punto de partida: ¿Qué podría ayudar a gente de campo a generar ingresos? Criar chanchos. ¿Cómo maximizar el ingreso? Trayendo la mejor raza de chanchos. ¿Dónde estaba esa raza? En un país europeo. ¿Es buena la comida del pueblo para chanchos finolis? No. ¿Dónde hay alimento de buena calidad? Hay que importarlo. ¿Cómo traerlo al sitio? Con un camión. ¿No aguantan el sol los chanchos? Construyamos un corral con techo. ¿Se siguen muriendo del calor? Cerremos el corral y climaticémoslo. ¿No hay electricidad? Construyamos una planta para la chanchera.
Mi segunda pregunta fue por qué los del pueblo no se habían comido a los finos cerditos. Ni los encargados del proyecto o los del pueblo supieron decirlo. La duda me la llevaré a la tumba.
El episodio es una trágica perla de la racionalidad burocrática: el apego a la lógica formal con prescindencia de las consideraciones sustantivas. Recordé este caso cuando leí acerca de la destrucción de una obra de Fadrique Gutiérrez en Heredia. Todos, el INA, la Municipalidad y el Ministerio de Cultura hicieron el trámite formal; nadie se preocupó de lo esencial. ¡Qué bonito sería que las personas involucradas expliquen por qué, entre tanto trámite, ninguna valoró lo más importante: proteger una obra con valor arquitectónico!
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.