Allá por el 2021 y principios del 2022, una pandilla de destacados economistas (que incluía a Lawrence H. Summers, Jason Furman y Kenneth Rogoff, todos de Harvard) criticó el programa fiscal y de inversiones de la administración Biden y presionó a la Reserva Federal de los Estados Unidos para que subiera los tipos de interés. El argumento era que el gasto del gobierno federal iba a impulsar una inflación “persistente”, haciendo necesaria la adopción de una política de austeridad sostenida. Por desgracia, el desempleo tenía que aumentar a no menos del 6,5 % durante varios años, según un estudio pregonado por Furman.
Este trío (como muchos comentaristas de ideas afines) no consiguió influir en la Casa Blanca o en el Congreso, pero estaba en sintonía con el presidente de la Fed, Jerome Powell, y sus colegas, que empezaron a subir los tipos de interés a principios del 2022 y no han dejado de hacerlo. Frente al veloz endurecimiento monetario de la Fed, figuras progresistas encabezadas por la senadora de Massachusetts Elizabeth Warren expresaron al poco tiempo sus temores de que el resultado fuera recesión, desempleo en masa y (aunque no lo dijeron) una victoria republicana en el 2024.
Pero la realidad macroeconómica desbarató las predicciones de ambas partes. Contra los que querían austeridad, a mediados del 2022 la inflación comenzó a disminuir (lo que es atribuible en parte a ventas de la reserva estratégica de petróleo de los Estados Unidos). No hubo inflación persistente, ni un gran aumento de la inflación como resultado del estímulo fiscal del 2021, ni inflación salarial por el bajo desempleo. Es evidente que los modelos y precedentes históricos en los que se basó el trío de Harvard ya no son aplicables (si acaso lo fueron alguna vez).
Tampoco hubo recesión, el desempleo no aumentó, y la subida de tipos de interés no desalentó la inversión de las empresas. Aunque la construcción residencial resultó afectada, el sector de la construcción en general no tardó en recuperarse, y la crisis bancaria de principios de este año no provocó un contagio financiero. Por supuesto que una recesión todavía es posible, pero hasta ahora no hubo muchas señales preocupantes en ese sentido.
Estas circunstancias favorables llevaron a algunos observadores a felicitar a Powell y a la Fed por haber logrado un “aterrizaje suave”. Pero atribuir el mérito de lo sucedido a la Fed es pensamiento mágico. No hay ninguna teoría o precedente que explique de qué manera una subida de tipos de interés iniciada en enero del 2022 podría haber causado un descenso de la inflación en julio de ese mismo año. Cualesquiera que hayan sido las consecuencias del endurecimiento de la Fed, este no ha tenido hasta el momento ninguna relación con la desaceleración inflacionaria.
Pero ¿cómo es que 18 meses de subidas de tipos de interés no han tenido ningún efecto perceptible sobre el empleo, la inversión o el crecimiento? Es un enigma para los progresistas, tanto como la caída de la inflación lo es para los austeros, sobre todo si se tiene en cuenta que el refuerzo del ahorro de los hogares por la pandemia ya se terminó, y que el Congreso comenzó a reducir nuevamente (aunque en forma ligera) varios programas de gasto.
Es indudable que una parte de la respuesta tiene que ver con los nuevos incentivos tributarios a la inversión, sobre todo, en las industrias de los semiconductores y las energías renovables. Pero estos sectores son bastante pequeños, y, como mucho, su crecimiento habrá generado unos cien mil puestos de trabajo. Otra parte de la respuesta puede estar en la inversión directa de empresas que huyen del declive industrial de Europa, un subproducto de las sanciones contra Rusia. Pero estas cifras tampoco pueden ser muy grandes.
Teorías
¿Qué más puede estar pasando? Un factor, que me sugirió Robert Aliber, profesor emérito de Economía y Finanzas Internacionales en la Universidad de Chicago, es que la cuarta parte superior de los hogares estadounidenses se atiborró de efectivo durante la pandemia. Estos hogares representan la mayor parte del poder adquisitivo en los Estados Unidos, y su gasto es en gran medida inmune a subidas de tipos de interés.
Otra sugerencia procede de Warren Mosler (padrino de la teoría monetaria moderna), quien señala que la deuda nacional de los Estados Unidos creció a casi el 130 % del PIB desde más o menos un 60 % a principios de este siglo. El interés neto que se paga por esa deuda aumentó un 35 % entre el 2021 y el 2022 (hasta llegar al 2 % del PIB), y alrededor del 70 % de esos pagos fueron al sector privado estadounidense. Si sumamos el efecto de los intereses pagados (a partir del 2008) por $3 millones de millones en reservas bancarias, el apoyo fiscal a través de este canal ha sido sustancial.
La historia avala la conjetura de Mosler. En 1981 la deuda del gobierno federal de los Estados Unidos apenas llegaba al 30 % del PIB, y una parte importante estaba en bonos a largo plazo con tipo de interés fijo, sin pago de intereses sobre las reservas bancarias. El resultado fue que las enormes subidas de tipos de interés del entonces presidente de la Fed, Paul Volcker, afectaron sobre todo a los deudores privados y la inversión de las empresas, y el estímulo fiscal compensatorio derivado de los pagos de intereses fue pequeño.
En cambio, cuando en 1946 la deuda federal superó el 100 % del PIB, casi toda estaba en bonos de guerra en poder de los hogares estadounidenses. A pesar de que solo pagaban un 2 % de interés, esos bonos reforzaron los ingresos privados y sirvieron de base para el crédito hipotecario durante toda la década de los cincuenta, un tiempo bastante estable de prosperidad de la clase media.
Las opciones
La idea de que el pago de intereses actúa como un canal fiscal es inconveniente para los que dicen estar preocupados por la “carga” de la deuda pública, ya que hace pensar que tal vez las subidas de tipos de interés de Powell no tengan efecto negativo sobre el PIB. De hecho, futuras subidas podrían incluso ser expansivas, por lo menos hasta cierto punto.
Como en otros casos extremos (por ejemplo, Argentina, donde el pago de intereses equivale a la cuarta parte del PIB o más), las subidas de tipos aumentarán los costos para las empresas, y presionarán al alza sobre los precios, incluidos los de los activos fijos (tierra, minerales, petróleo); esto aparecerá en las medidas de inflación. Lo que a su vez desalentará el ahorro, estimulará el endeudamiento y dará motivos a la Fed para subir los tipos todavía más.
Con el tiempo, este proceso irá en dirección a un caos económico. Pero si esta exposición es válida y la subida de tipos de interés no causa la recesión que la Fed tan claramente desea, será difícil cambiar de rumbo. La ideología y el hábito pueden alimentar esperanzas de que insistir en una política ineficaz hará que funcione.
¿Qué podría poner fin a esta dinámica? Una respuesta es que se adopte una política de austeridad fiscal severa, en la que se usen recortes presupuestarios para provocar la recesión que los tipos de interés no consiguieron producir. Ya estamos viendo presiones en tal sentido desde Wall Street. La semana pasada, Fitch rebajó la calificación crediticia de la deuda soberana de los Estados Unidos; el momento elegido habla a las claras de una intención de asustar al Congreso en momentos en que se vencen los plazos del proceso presupuestario. Adoptar una política de austeridad lo bastante intensa completaría la eliminación de la clase media estadounidense que está en curso.
Es evidente que lo mejor sería hacer lo opuesto: empoderar a la clase media y desempoderar a los banqueros. Eso implica bajar los tipos de interés y regular los futuros flujos de crédito, controlar precios estratégicos y reforzar el apoyo fiscal a los ingresos de los hogares y el empleo bien remunerado. Con ingresos dignos y seguros, la gente puede depender menos de préstamos inestables. Es lo que habría que hacer. Pero que nadie se haga ilusiones.
James K. Galbraith, ex director ejecutivo del Comité Económico Mixto del Congreso de los Estados Unidos, es profesor en la Escuela Lyndon B. Johnson de Asuntos Públicos en la Universidad de Texas en Austin.
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