Educación de buena calidad con conexión a Internet y equipos para todos. Acceso a la vivienda. Sostenibilidad de pensiones y del sistema de salud. Lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico. Adaptación a las inundaciones, sequías y a los impactos del cambio climático en general. Capacitación para el empleo y esquemas de reducción de la informalidad. Infraestructura pública de buena calidad. Recuperación de la economía poscovid-19…
Todos los anteriores, sin ser exhaustivos, son desafíos que por experiencia puedo decir son el día a día de gobernar, máxime cuando se sostiene como principio forjar una sociedad más justa y menos desigual.
Estos desafíos también están sujetos a eficiencias, a mejoras en la gestión y a los ajustes necesarios de instituciones, normas y procesos para lograr mejores resultados.
Pero mi experiencia de los últimos tres años también señala que todos esos desafíos, y otros, tienen un obstáculo común, un nudo gordiano que los ata a todos: los recursos, o más bien su limitación.
El financiamiento para nuestro desarrollo es la encrucijada mayor que seguimos enfrentando como nación. Este problema es similar al de la gran mayoría de las economías emergentes del mundo. Si ya de por sí tenían limitados márgenes fiscales y de inversión para su desarrollo, ahora deben sumar la necesidad de recursos para la atención de la pandemia, la adaptación al cambio climático y el financiamiento de la agenda 2030 de desarrollo.
En síntesis, son muchas las necesidades y son estrechísimos los márgenes para satisfacerlas.
El presupuesto del gobierno para el 2022, el presupuesto de nuestra casa común, es un espejo de esta realidad. Ese presupuesto es por un total de ¢11,5 billones, monto suficiente para construir, como mínimo, 20 veces la carretera San José–San Ramón.
De esos ¢11,5 billones, ¢5 billones son para el pago de intereses de la deuda y amortización del principal, ¢2,2 billones y ¢2,8 billones, respectivamente, es decir, cerca del 43 % de nuestro plan de gastos está dedicado a pagar deudas por los compromisos asumidos por el país a lo largo de los años.
Para dimensionar lo que representa nuestra deuda, en el 2022, vamos a destinar a pagarlas el equivalente al doble de lo que invertiremos en educación, que significa ¢2,6 billones del presupuesto. Esto, a todas luces, es una realidad que debe cambiar, y esa ha sido nuestra lucha.
El 53 % de los ¢11,5 billones es financiado con ingresos propios —impuestos de los costarricenses— y un 47 %, con deuda, que también asumimos todos.
Desde hace más de tres años hemos trabajado sin descanso por revertir esta realidad. A finales del 2018 estuvimos literalmente a horas de que el país entrara en mora y se generara una situación durísima para todas las personas del país.
Pero la aprobación de la reforma fiscal, mediante la cual pusimos a pagar impuestos a sectores que no contribuían o contribuían poco y aplanamos la curva de crecimiento de los beneficios salariales automáticos dentro del sector público, nos alejó de esa situación.
Asimismo, el gasto público se ha contenido con firmeza, como lo demuestra la ejecución de los presupuestos del 2018 al 2021. Así, a agosto del 2018, el gasto corriente sin intereses era un 9,18 % del producto interno bruto (PIB), mientras que a agosto del 2021 fue un 8,59 % del PIB.
Esto lo hemos hecho al mismo tiempo que hemos protegido al máximo la capacidad del Estado para cumplir su papel en el desarrollo.
Hoy, algunas voces sostienen la hipótesis de que hay que eliminar responsabilidades del Estado en materia de desarrollo, como una forma de reducir esta carga, idea que no comparto, porque es por medio del Estado social de derecho que se pueden generar más oportunidades y justicia en nuestra sociedad.
Otros parecieran ignorar el peso de la deuda, y consideran que si se expande el gasto público sin más, no habría consecuencias negativas para el país, lo cual es irreal y peligroso.
La pandemia nos empujó de nuevo a una situación compleja, pero la solución del gobierno en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y su agenda adjunta nos ha garantizado un camino de estabilidad a mediano y largo plazo con solidaridad, y contribuyen más los que más tienen y mejoran las posibilidades de retomar el financiamiento para el desarrollo.
Internacionalmente hemos impulsado iniciativas como el Fondo para el Alivio de la Economía del Covid-19 o los cambios de deuda por financiamiento para la protección ambiental contra el cambio climático. Pero eso no nos exime del deber de seguir poniendo la casa en orden.
En el 2021 debemos cerrar con un déficit primario (diferencia entre ingresos y gastos sin contar intereses) que no supere el 1,7 % del PIB. En esta ruta, cuando logremos cerrar la brecha entre lo que recaudamos y lo que gastamos, o por menos la llevemos a márgenes sostenibles, retomaremos la solvencia del Estado para esta y la próxima generación.
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Recuperar la solvencia del Estado costarricense, la salud fiscal, no es un fin en sí mismo. Es un mecanismo para que financiemos responsablemente el desarrollo nacional. Es la ruta de responsabilidad con la presente y con la futura generación, la que hoy es más joven, para que salgamos de penurias e hipotecas, y podamos destinar recursos al desarrollo en sus diferentes vertientes.
Por la magnitud de nuestra deuda, esta meta no se puede alcanzar de un día para otro. Tiene que ser un objetivo compartido por toda nuestra sociedad. Es una ruta que debe ser sostenida y sostenible.
Por eso, es imperativo que quienes aspiren a liderar el país después de mayo del 2022, muchos de los cuales expresan desacuerdos con el plan que hemos trazado, sean muy claros y concretos ante el electorado sobre su propuesta para garantizar la solvencia del Estado, la sostenibilidad de la deuda pública y el financiamiento de sus propuestas de desarrollo.
Mi deseo hoy como presidente es que seamos responsables tanto con el presente como con el futuro, y que mantengamos el valor de decirle la verdad a Costa Rica y hacer por ella lo mejor. Lo que es mejor para el país no siempre es fácil de decir cuando se buscan votos, o de escuchar cuando implica sacrificios, pero es lo único correcto y lo que realmente nos acerca a un futuro de prosperidad.
El autor es presidente de la República.