Hace varios años un antiguo y aún querido profesor, David Smith Wiltshire, me reprendió afectuosamente por un manuscrito ilegible que le entregué: “¡Escríbalo para que cualquiera lo entienda!”.
Seguramente, estaba pensando en algo de lo que hoy estoy convencida: la universidad pública es el lugar para comprometernos con el mundo como docentes y promover entre nuestros estudiantes dicho pacto mediante la guía que les facilite pensar por sí mismos, de forma crítica y con empatía para conocer el mundo, según afirmó Hannah Arendt.
Las universidades públicas están llenas de personas comprometidas con el país; son esas las que logran los significativos e insustituibles aportes en todas las áreas, tales como la salud, la cultura, las ingenierías, las artes.
Destacan las sedes que no están en la capital y los recintos, que son llevados adelante por un personal conocedor de la contribución y el diálogo con las comunidades a las que, de manera muy natural, responden e integran en su quehacer.
Su responsabilidad implica un esmero en el tipo de relación con la gente que empieza, aunque parezca obvio, recordando que forman parte de ella y deben servirle.
Su reto, nuestro desafío, continúa siendo esforzarnos por tratar de comprender el mundo de la gente y darnos a entender por medio de una escucha serena, alejada de actitudes pretenciosas.
Pero a veces, tanto docentes como estudiantes, actuamos como dioses mitológicos. Me recuerdo en los años de formación en la carrera de Sociología, reproduciendo la idea de que ser intelectual era hablar “elevado”, pese a que, al mismo tiempo, me fastidiaba la forma ostentosa en que se expresaban algunos de mis profesores y compañeros de clase.
Hablar así contribuye poco y ahuyenta, debido a la distancia que las palabras pomposas imponen.
En el año 2018, en un ambiente de burla por el video de una pastora —esposa de uno de los candidatos— que afirmaba hablar en lenguas, fui invitada a una conferencia, y en ella señalé la semejanza entre esa lengua y la de algunos sociólogos, famosos por sus jerigonzas pretenciosas.
Mi objetivo era apercibir sobre lo esotérica y ridícula que es una corporación académica. Se trata, casi siempre, de señores que “se sacan a procesión a sí mismos”, frase atribuida a Miguel de Unamuno, y miran al mundo desde tan alto que sus sabias voces nos llegan como siseos en busca de atención.
Debemos a nuestro país un especial esmero en la comunicación llana y el trato amable, pero todavía hay quienes piensan que hablar de forma incomprensible es señal de inteligencia y cosechan seguidores desprevenidos que, al no entender, suponen altura en el argumento.
El lenguaje retorcido está relacionado con un aparente creerse por encima del mundo, pero en el fondo es inseguridad mal atendida, que nos aparta de un país en nombre del cual pedimos y cuya defensa y representación nos atribuimos, pese a conocerlo poco.
El estudiante que interrumpió la queja de la conserje por los inodoros sucios para “explicarle” la importancia de no jalar la cadena para proteger al planeta.
Los que creen que lo saben todo y ocupan el lado bueno de la historia, en el cual ideologizan a sus estudiantes, quitándoles una libertad de pensamiento que se reservan para sí mismos.
Docentes agazapados en sus oficinas y aulas se niegan a atender a la prensa por “vendida” o, como diría el presidente, por “canalla”. Burlones de cualquier medio que no sea el institucional, como si el mundo cupiera en la burbuja de sus ojos.
Funcionarios que, como asegura el gestor cultural Dino Starcevic, blindan la institución frente al ojo público y, de paso, invierten en una publicidad que debería ser innecesaria.
Concepciones del mundo que se proyectan en la organización de actividades académicas y los temas de investigación que algunas veces buscan confirmar prejuicios, como lo señaló la teórica Sandra Harding sobre las ciencias en general.
En su lugar, debemos planificar y ejecutar nuestro quehacer con el interés por fomentar el conocimiento, y de forma que responda a las necesidades de las personas reales, aquellas que no pondrán un pie en una universidad más que para limpiarla o colocar un ladrillo.
A veces, la altivez va del lado de una envidia hacia quienes más tienen.
Me asombra la cantidad de estudiantes que se definen como sensibles socialmente y, al indagar, lo que predomina es el odio hacia los ricos, las familias de ciertos apellidos, partidos políticos o medios de comunicación, casi siempre tildándolos de privilegiados y corruptos.
Estoy convencida de que la suma de nuestra indiferencia y pedantería explica, en parte, el rencor que cierto sector de la sociedad costarricense siente hacia quienes estamos en las universidades públicas.
Aprender a escuchar requiere hacerse cargo de ejercitar la autocrítica, tanto en el profesorado como en el estudiantado, para identificar los prejuicios propios, relacionados con la manera de ver el mundo, de interpretarlo y afectarlo con acciones, recordando que la educación debe buscar el conocimiento profundo de sí y la libertad de todos, como aseguró la filósofa española María Zambrano.
Los trabajos de campo con comunidades, empresas o instituciones no pueden ser para “sacar” información que permita al estudiante nada más obtener una nota. Son para escuchar, ver, advertir matices. Para aportar, al menos con una escucha atenta, amable y sensible que establezca un diálogo humanizante entre la academia y la sociedad.
Para ello, nuestro deber es educar para que cada estudiante, como dijo el antropólogo español Lluís Duch, empalabre al mundo: saber interpretar y dar sentido al mundo de modo comprensivo y constructivo.
Motivémonos y pongamos nuestro mejor esfuerzo en recordar que nos asiste la obligación, en nuestro cargo de servicio público, de poner lo que podamos para que las condiciones de vida de la población mejoren, en el entendido de que solo con el esfuerzo de todas las fuerzas de la sociedad tendremos éxito.
Necesitamos fortalecer los lazos sociales, no destruirlos. Para ello, mostremos al país que somos de fiar, valiéndonos de la universidad para, en palabras del escritor checoslovaco Franz Kafka sobre los libros, usarla como hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.
Nuestro deber con el país, como universidades es, de conformidad con el lema de la Universidad de Costa Rica, buscar la luz (Lucem aspicio). Pero ojo: no se trata de un reflector sobre la propia persona, sino sobre el país.