El derecho a la protesta, la manifestación y la huelga sigue incólume. La pregunta es si los ciudadanos están dispuestos a asumir los costos de ese derecho.
A lo largo de varias décadas, los sindicalistas del sector público abusaron del derecho a la protesta y la huelga. Durante días e incluso meses dejaban sus puestos y, mientras tanto, los ciudadanos perdían citas médicas; los niños perdían clases que se tornaban irrecuperables o la única comida del día en los comedores escolares; los empleados del ámbito privado se veían imposibilitados de llegar a sus trabajos y los exportadores no podían enviar los productos fuera de nuestras fronteras.
El derecho a la protesta, como “elemento esencial para la existencia y consolidación de sociedades democráticas”, de conformidad con la definición de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se mantiene invariable; el cambio radica en que la Ley para brindar seguridad jurídica sobre la huelga y sus procedimientos, en vigor desde el 2020, acabó con el privilegio de los empleados públicos de tomar las calles por los más variados motivos con goce de salario, incluso cuando sus pretensiones eran ilegítimas.
Esa quizás sea una de las razones por las cuales el “interés ciudadano en protestar atraviesa uno de sus ciclos más bajos”, según tituló este medio la semana pasada, con información del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica (CIEP-UCR) y el Programa Estado de la Nación (PEN) con corte a abril del 2023.
Protegidos por el derecho a mantener sus salarios intactos, antes de la aprobación de la ley, los empleados públicos privaban a los contribuyentes de recibir los servicios esenciales, como sucedió en el 2018. Aquella fue una protesta en contra del proyecto de reforma fiscal que duró 93 días, y cuando menos 556 docentes aprovecharon la huelga para ir de vacaciones fuera del país, confirmó en aquel entonces el ministro de Educación Edgar Mora.
La Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) reportó como mínimo 6.000 citas perdidas en la primera semana de paralización nacional.
La aprobación de la ley contra esa extralimitación tal vez explique lo que Ronald Alfaro Redondo, investigador de la Escuela de Ciencias Políticas de la UCR, declaró a este medio: la protesta que predomina en este ciclo de baja actividad es la confrontativa, como cuando alguien cierra una escuela o se dan cierres de vías por alguna causa.
Alfaro también nos previene de que los extremos nunca son buenos: “Un bajo nivel de manifestaciones no equivale a que todo esté bien. Es más bien preocupante que no haya protesta por cualquier razón, sea en nombre del ambiente, asuntos de la comunidad u otros. Protestar es una forma de expresión popular y eso está decayendo”.
La película y el musical Billy Elliot tienen un gran mensaje en este sentido. El padre y el hermano mayor del protagonista en la ficción son parte de los casi 200.000 mineros en huelga durante la era de Margaret Thatcher. El guion consigue poner de relieve el gran sacrificio económico que significó para la familia mantener sus principios hasta quebrarse. El Reino Unido es uno de muchos países donde el contrato se suspende cuando el movimiento comienza.
Recientemente, hubo un ejemplo en Costa Rica. El 19 de junio los repartidores de Uber se manifestaron en procura de mejores condiciones salariales, a costa de sus ingresos, porque si no entregan pedidos no ganan.
Es muy fácil emprender una lucha cuando el salario llega sin interrupción; pero sin dinero de por medio, se necesita coraje para nunca rendirse. Cuando esa transformación mental cale profundo, posiblemente las verdaderas injusticias vuelvan a tener quienes las denuncien con la fuerza suficiente para operar cambios sustantivos en la sociedad.
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La autora es editora de Opinión de La Nación.