¿Existen objetivos morales o históricos superiores que facultan la utilización de métodos deshumanizados? La respuesta a esta simple pregunta es determinante para valorar muchos de los comportamientos individuales y los hechos históricos más importantes.
Cuando expresamos opiniones sobre lo que sucede o ha sucedido en el mundo, siempre estamos partiendo de la respuesta que nuestra escala de valores otorga a esta pregunta.
En Medida por medida, Shakespeare nos incita a reflexionar sobre el mismo dilema, cuando pone a Ángelo a buscar un fin noble, el perdón de la vida de Claudio por un exceso amoroso consentido, pero no permitido en aquella época, pero utilizando una herramienta innoble: que a cambio, Isabella, la hermana de Claudio, tenga relaciones sexuales con él.
Kipling, en uno de sus poemas (“La responsabilidad del hombre blanco”), justifica la explotación y los saqueos del colonialismo porque es la consecuencia de materializar un bien superior: llevar la civilización del hombre blanco a “pueblos hoscos, medio malos y medio infantiles”.
En la vida diaria, los seres humanos, aunque de palabra consideremos inmoral la frase atribuida y descontextualizada de Maquiavelo —”el fin justifica los medios”—, en muchos casos la convertimos en guía para opinar o actuar.
Cuando alguien considera que la eliminación del crimen justifica la pena de muerte, ¿está escogiendo un medio inmoral para lograr una situación ideal?
Igual pregunta cabe hacerse cuando un político utiliza la mentira para lograr que el pueblo acepte lo que él considera bueno para ese pueblo. Cuándo se condiciona un regalo a un hijo a cambio de un buen comportamiento, ¿se está utilizando una herramienta inmoral (el chantaje) para lograr un objetivo loable?
Así que no deben sorprendernos los puntos de vista diametralmente opuestos que hoy se manifiestan en el mundo sobre la guerra entre Israel y Hamás. Para quienes detener y revertir la agresiva colonización de los territorios palestinos en la margen occidental del río Jordán por parte de Israel es un fin que justifica cualquier medio, el asesinato y el secuestro de civiles ejecutado durante el salvaje ataque llevado a cabo por Hamás el 7 de octubre es una herramienta válida.
Por otra parte, para quienes consideran que el objetivo de impedir que este tipo de actos se repitan está por encima de cualquier otra consideración, es justificada la matanza indiscriminada que Israel está llevando a cabo en Gaza.
Antes de expresar mi posición acerca de este caso específico, es necesario aclarar que la reflexión sobre la moralidad de este tipo de actos no es necesaria para quienes están dominados por odios, prejuicios y fanatismos.
Para el antisemita, todo medio es válido si se trata de dañar a Israel y todo medio es inválido si lo utiliza Israel. Por su parte, para los sionistas, hoy día en el poder en Israel, lo inverso es lo correcto: para la dominación por parte de los judíos de toda la tierra de Israel, la que va desde el río Jordán hasta el Mediterráneo, incluida toda Jerusalén como su capital, cualquier medio es válido, aunque signifique irrespetar los derechos humanos de los palestinos y las fronteras del Acuerdo de Partición de 1948.
Dentro de esta visión, cualquier método que utilicen los palestinos para recuperar sus tierras ocupadas por asentamientos judíos es inaceptable.
Parto desde una profunda convicción sobre el requisito de un estado de paz para la materialización de toda aspiración humana material, cultural, comunal o familiar. Pero también de que han existido, unas pocas, guerras necesarias, lo que significa ni más ni menos aceptar que la destrucción de vidas humanas puede ser inevitable en algunos casos.
Ante la maldad, por ejemplo, de Hitler y el liderazgo alemán de la época, era necesario recurrir a la violencia de la guerra; ante los ataques terroristas del 11 de setiembre del 2001 contra Estados Unidos, la captura de los líderes de Al Qaeda justificaba la violencia de la guerra.
Ante los intentos colonizadores de Estados Unidos por medio de William Walker, Juanito Mora hizo lo correcto enviando costarricenses a una guerra. Sin duda, cabe valorar si hubo excesos en la ejecución de esas guerras necesarias.
¿Era necesario arrasar con Dresden para derrotar a Hitler? ¿Era necesario, para derrotar a Japón, asesinar a miles de civiles lanzando las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki? ¿Era necesario el exterminio de centenares de miles de afganos y la casi destrucción de su país para exterminar a Al Qaeda? Este tipo de reflexiones nos llevan otra vez al punto sobre los fines que podrían justificar algunos medios deplorables y la forma en que se utilizan esos medios.
En mi caso, creo totalmente en la existencia del Estado de Israel y en la solución de dos Estados con un convenio sobre el estatus de Jerusalén. Hay sectores que no aceptan la existencia de Israel y desde ahí se gestan tensiones y actos lamentables. Sin embargo, creo que la resiliencia del conflicto entre Israel y los palestinos (apoyados por otros países de la región) radica en una gigantesca injusticia cometida contra el pueblo palestino: la permanente invasión y ocupación israelí de grandes partes de su territorio por medio de la fuerza militar y el apoyo incondicional de Estados Unidos.
Sin esa injusticia, Israel tendría de su lado a la gran mayoría de la población mundial, incluido el mundo árabe y musulmán, y se le apoyaría abrumadoramente cuando tuviera que reaccionar con la fuerza a ataques contra su integridad.
Pero esa infamia no justifica bajo ninguna circunstancia los actos de Hamás del 7 de octubre. No es posible encontrar anhelos de un valor tan supremo ni un inframundo de valores morales de un nivel tan bajo que permitan ni siquiera empezar a entender y menos justificar el asesinato y el secuestro de civiles indefensos, entre ellos, niños.
El método escogido por Hamás y su sed de sangre debería ser repudiada —en primerísimo lugar— por el resto del pueblo palestino, pero también por aquellos grupos que en la defensa de los derechos humanos marchan hoy por las calles de las capitales de muchos países del mundo.
Estos actos justificaban acciones militares de Israel para liberar a las personas secuestradas y para derrotar a Hamás, y acciones de inteligencia para impedir que esa organización recupere la capacidad para otro 7 de octubre. Sin embargo, Israel, en lugar de enfrentar esta guerra anteponiendo el respeto a los derechos humanos y la vida, escogió imitar la crueldad, la vileza y la sed de venganza de Hamás.
En lugar de situarse en el pináculo de la rectitud, escogió bajar al lodazal moral habitado por Hamás y competir para ser un vecino aventajado. De este modo, Israel hizo difícil la vida a los que, a pesar de condenar su política de crear asentamientos en territorio palestino, reaccionamos con rabia contra los actos de Hamás y de inmediato comprendimos y apoyamos la posibilidad de exterminar a esa organización y sus milicias.
Ya no existe espacio para ese criterio, ya no existe el plan A contra el 7 de octubre, ni siquiera planes B o C; estamos ante planes Y o Z. Que nadie entonces se atreva ante los actuales eventos a demandar que tomemos partido a favor de uno u otro bando: se nos estaría obligando a inevitablemente escoger entre dos versiones de barbarie.
Hoy observamos la ignorancia (¿o la crueldad?) organizada marchar por las principales ciudades del mundo, apoyando a una parte y condenando a la otra, lo cual no es nada más que aparentes contrarios, en la práctica, sumándose para excusar y promover brutalidades solo diferenciadas por la bandera que las instigan.
En lugar de esa decadencia, vestida con los ropajes de una autoridad moral que le es ajena, quisiera más bien ver la civilización organizada marchando contra los actos deshumanizantes de ambos bandos. Quisiera ver a las potencias del mundo, las entrometidas de ultramar y las oportunistas del vecindario, distanciarse, romper relaciones, quitar apoyos económicos y militares y condenando sin calificaciones los actos de Hamás e Israel.
Y quisiera ver a esas potencias y a esos vecinos comprometiéndose a obligar a Israel a aceptar la solución de dos Estados, respetando las fronteras del Acuerdo de Partición de 1948 y obligando a los palestinos —los de la OLP, los de Fatah, los de Hamás, etc.— a aceptar la existencia del Estado de Israel dentro de esas fronteras.
El autor es economista.