Leí muchas merecidas loas a la Constitución de 1949 por propiciar tantos avances en materia de derechos humanos.
Los análisis, sin embargo, tienden a reconocer —creo que de buena fe— solo una mitad del vaso de agua y no la que visibilizaría lo muchísimo que hemos dejado de hacer para que nuestro estatuido régimen social de derecho de primer mundo fuera tal. Esto me motiva a ofrecer disculpas mayores.
La madre de tales disculpas sería que muy pocos, ¡oh, Constitución!, parecen entenderte en tu contenido integral de derechos, pero rigurosamente sistematizados y jerarquizados entre sí, y mucho menos en su articulación intrínseca con las leyes orgánicas de ministerios e instituciones, así como con tantas otras generales llamadas a bajarte a tierra al unísono —como las hay en agricultura, industria, salud, educación, trabajo, seguridad social, infraestructura, etc.), no a pedacitos inconexos.
Me explico: una cosa es reconocer esos “derechos formales” soslayando su maltrecha o deficitaria ejecución real, y otra peor es no reconocer que dicho déficit se ha dado mayormente porque nadie parece reconocer el protocolo que también nos diste para interpretarte correctamente y bajarte a tierra (o sea, los conceptos, mecanismos e instrumentos de conducción para gobernar, legislar y fiscalizar con la plena y sabia eficacia pretendida por quienes te diseñaron).
De ahí, mis sinceras disculpas globales por lo que hemos dejado de hacer.
Pero como sabemos que el diablo está en los detalles, deseo profundizar con solo cuatro de tus normas estratégicas y programáticas.
Primero, mis disculpas por no haberse comprendido ni aplicado en su total sentido y conexidad el supremo principio de legalidad según tu artículo 11.
Más bien, identifico una creciente hipocresía alrededor del concepto de “transparencia” con que todos aseguran actuar en el ejercicio de sus funciones públicas.
Por otro lado, nadie que haya leído acata que la sentencia en dicho artículo, en el sentido de que “la ley señalará los medios para que este control de resultados y rendición de cuentas opere como un sistema que cubra todas las instituciones públicas”, no dependía en realidad de una “nueva ley”.
Solo se requería comprender que leyes como la 5525, de planificación de 1974; la 6227, general de la administración pública de 1978; la 8131, de presupuestos públicos del 2001; la 8422, contra la corrupción del 2004; la 8220, de simplificación de trámites del 2002; y la 8292, de control interno del 2002; y otras pocas, ya constituyen ese marco regulatorio conexo y superinclusivo para aplicar en todos sus extremos esa envolvente noción de “sistema de control de resultados y rendición de cuentas”. Solo se requería, cuando mucho, un reglamento ejecutivo que las articule.
Segundo, también ofrezco disculpas, ¡oh, Constitución!, porque nadie nunca ha querido entender el estratégico impacto desaletargador sobre nuestra tradicional y autocomplaciente somnolencia sociopolítica, del artículo 140 numerales 3 y 8, pensado para lograr la materialización de ese artículo 11 y del conglomerado de leyes que lo instrumentan según refiero arriba, y así alcanzar en serio —no mejengueando— el país de primer mundo que nos dictaste.
En tercer lugar, disculpas también por nadie orientar —ni partidos ni el Mideplán ni el mismísimo TSE— su visión del desarrollo integral que ordenaste según las implicaciones ideológicas, estratégicas, funcionales y programáticas de tu artículo 50.
Mi ciertamente cansino argumento es que si solo estos tres “articulotes” se entendieran y ejercitaran para gobernar, legislar, exigir cuentas, fiscalizar e informar con esa visión del vaso lleno desde la Contraloría, la Defensoría, el Tribunal Supremo de Elecciones, medios de comunicación, cámaras empresariales, sindicatos y “grupos” de estudio, ya tendríamos a la enorme institucionalidad de este país operando como un solo conglomerado interinstitucional al máximo de su eficacia integral y unitaria bajo la dirección del presidente con cada ministro, o sea, del Poder Ejecutivo según cada ramo o sector de actividad.
Por eso, Constitución, ningún poder ejecutivo jamás asumió responsabilidades por el rumbo al despeñadero de nuestra institucionalidad y, por ende, de todos los derechos del habitante que consagraste en todo ramo de actividad productiva, social y política desde 1949.
En cuarto lugar, te ofrezco disculpas por no haber logrado que la Comisión de Reforma del Estado de la Asamblea ni el Frente Amplio, a quienes acudí con gran esperanza hace más de dos años y un año, respectivamente, prestaran atención a mis denuncias escritas sobre todo lo anterior y mucho más, encaminadas a clarificar las implicaciones legales y empíricas del juramento que tomaron para cumplir con vos y las leyes que te “aterrizan a tierra”.
De haber sido lo contrario, ya tendríamos seguramente a legisladores de oposición organizados como “ministros sombra sectoriales” exigiendo cuentas al presidente con cada ministro por el desempeño y resultados de los grupos de autónomas bajo su mando político —y por ende, obligándolas a funcionar como un reloj para beneficio de sus poblaciones—, objetivo por encima de cualquier berrinche presidencial.
Por otro lado, tampoco tendríamos el anacronismo de presidentes ejecutivos con rango de ministros sin cartera “echando a perder” (horror: y eso que les hice ver cómo tanto la Ley 5507 como la mismísima Constitución explícitamente lo prohíben).
Tampoco tendríamos a una ministra nombrada a la vez presidenta ejecutiva del INVU, y menos a una jerarca del IMAS asumiendo la dirección gubernativa de la lucha contra la pobreza por decreto ejecutivo en flagrante menoscabo de la Ley Orgánica del MTSS.
¿Lo peor? Ni tal jerarca ni el ministro de Trabajo, y por supuesto nunca el presidente, responden a pesar de tu clarísimo artículo 149.6, por esa “lucha” ni por otras que se vienen perdiendo a vista y paciencia de quienes están obligados a impedirlo mediante el control político, la fiscalización y la exigencia de cuentas.
El resultado de tales improvisaciones es varios “espurios poderes ejecutivos” constreñidos, pues un presidente ejecutivo nunca desplegará la autoridad ni el liderazgo que vos, Constitución, endilgaste a los ministros legítimos. Pero a la vez estos siguen obviando, felices sin duda, su obligación de responder por los malos resultados de sus sectores de actividad y no solo de su cartera.
Pero ¡que siga viviendo la Pepa! Disculpas sinceras por todo ello y mucho más, a vos Constitución y a los visionarios constituyentes que me temo no logran aún, 75 años después, descansar en paz.
El autor es doctor en Ciencias Gubernativas por la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres, autor de nueve libros, múltiples investigaciones y artículos científicos sobre temáticas públicas y de desarrollo del país y América Latina.