Desde los inicios de la historia, la especie humana ha estado interconectada. Originalmente, nuestras redes eran inmediatas, determinadas por vínculos sanguíneos y la proximidad física y geográfica. A partir de la creación de la internet, la conectividad se aceleró e intensificó hasta llegar al mundo globalizado e hiperconectado de hoy. Y aunque no todas las personas del mundo están conectadas, todas se ven afectadas por las redes globales.
Según el sociólogo Manuel Castells, en la sociedad actual, o “sociedad red”, compuesta por millones de redes mutuamente entrelazadas, los procesos de comunicación influyen decisivamente en la manera en que construimos las relaciones de poder y también en cómo las desafiamos. Es decir, la hiperconectividad está mediatizando el ejercicio del poder en todas sus formas y ámbitos. Ha minado la verticalidad del poder político, religioso, económico, financiero, militar, familiar, el de los medios de comunicación, etc. A la vez, ha facilitado la operación de los grupos insurgentes, el terrorismo, el crimen organizado, los ciberdelincuentes y toda forma de contrapoder.
Las nuevas formas de activismo generan un tsunami de respuesta instantánea —de personas reales y artificiales— y ponen mucha presión sobre los gobiernos, los partidos políticos y otras estructuras de poder que aún no atinan cómo gestionarla adecuadamente.
El poder se ha horizontalizado y fragmentado. Para asegurar la dominación, ya no alcanzan los recursos tradicionales como la autoridad, la jerarquía y el uso de la fuerza. Moisés Naím advirtió hace años que el poder —como lo conocíamos hasta hace un par de decenios— había llegado a su fin; y más recientemente nos advierte cómo el populismo, la polarización y la posverdad son las armas con que los enemigos de la democracia están colonizando las instituciones y erosionándolas desde adentro. Además, la convergencia mediática entre política y entretenimiento, el tribalismo político y la política identitaria se retroalimentan mutuamente.
Las redes de comunicación que una vez pensamos románticamente que nos acercarían y expandirían la democracia, hoy son instrumento de polarización y de manipulación de miles de millones de personas. No digo que haya causalidad, pero tal vez sí podemos asociar el retroceso democrático con la creciente penetración de las tecnologías de comunicación. La capacidad de moldear y condicionar nuestras mentes y, por ende, nuestras conductas, es lo que da poder en esta era. La mayoría de las luchas por el poder ocurren dentro de la mente humana, afirman los estudiosos de estos fenómenos.
Obrar con inteligencia
Por ello, los gigantes tecnológicos, los conglomerados económicos, los gobiernos, los partidos y los grupos antisistema, entre otros actores, están en competida carrera, nada cristalina, para permear nuestras mentes, imponer sus agendas y movilizarnos hacia sus fines. Tienen a su disposición las máquinas que aprenden, los sistemas automatizados que toman decisiones por sí solos con algoritmos no neutrales, el acceso y análisis de cantidades gigantescas de datos y metadatos.
El riesgo para la integridad humana y la convivencia democrática, si estos procesos ocurren por completo sin intervención humana, sería muy alto. Dice Daniel Innerarity que esta complejidad no es excusa para no hacer nada; las instituciones deberían por lo menos desarrollar “la misma inteligencia que aquello que tienen obligación de regular”.
No todo es negativo. La hiperconectividad ofrece herramientas con alto potencial de acelerar el alcance de los objetivos de desarrollo sostenible 2030 en reducción de pobreza, educación, atención de la salud y mitigación del cambio climático, entre otros. Se han creado economías de escala sin precedentes y se ha sacado a millones de la pobreza. Sin embargo, los beneficios no son parejos para toda la población global; persisten brechas entre países y en interno de ellos, las cuales se hicieron muy evidentes durante los dos primeros años de pandemia.
En educación, por ejemplo, en Latinoamérica, los cierres de aulas causaron un rezago promedio equivalente a por lo menos dos años de escolaridad debido al alto porcentaje de estudiantes y docentes con limitaciones tecnológicas y de conectividad en el hogar, y falta de destrezas para afrontar la educación en línea (con la honrosa excepción de Uruguay que mitigó el impacto gracias a la capacidad instalada para educar en línea al 80% del estudiantado). Los cierres se tradujeron en la interrupción casi total del servicio educativo y en un aumento significativo de la pobreza de aprendizajes.
En un futuro que ya se traslapa con el presente, solo las personas con competencias digitales podrán disfrutar plenamente del derecho a interactuar de forma activa, responsable, informada, competente y autónoma por medio de la tecnología, y asegurar el ejercicio pleno de sus libertades individuales, sociales, culturales, económicas y políticas. Esto se conoce como ciudadanía digital.
Esfuerzo conjunto
Dada esta apremiante realidad, ¿cómo puede Costa Rica proporcionar a toda la ciudadanía la alfabetización digital necesaria para desenvolverse con libertad y seguridad en el entorno cibernético, reconocer los contenidos falsos, proteger su privacidad e integridad individual y patrimonial? ¿Qué pueden hacer las naciones para que los beneficios de la hiperconectividad no sean exclusivos de una minoría, sino que alcancen a la mayoría —y finalmente al 100%— de la población?
Generar esa necesaria inclusión implica un esfuerzo conjunto y categórico del Estado y la sociedad para crear oportunidades para quienes están en el sistema educativo y para quienes no, para las personas “enchufadas” y para las que no lo están, con el fin de que desarrollen la capacidad de transformarse continuamente.
Por otra parte, la legítima aspiración de digitalizar todos los procesos y servicios estatales conlleva muchas inquietudes: ¿Se están tomando medidas eficaces para garantizar la protección de datos sensibles, para que los servicios no se interrumpan y no se afecte así la paz social, todo con garantía de transparencia? ¿Está capacitado nuestro Estado para interactuar equitativamente con la ciudadanía hiperconectada y con la que está desconectada? Incluir a la población no digitalizada es requisito para preservar y aumentar la confianza en la institucionalidad.
También es necesario que la inversión pública social, de infraestructura y servicios sea equitativa en todo el territorio. Mientras eso no haga, el propio Estado está reproduciendo brechas, desigualdades y frustración colectiva. Y la paz social y la democracia penderán de un hilo.
¿Tendrá esperanza la democracia en una sociedad hiperconectada pero con beneficios desiguales y excluyentes, hipervigilada, polarizada, pletórica de información falsa, con luchas de poder que empiezan en la microescala de las mentes individuales, en medio de una profunda crisis ambiental, educativa y cultural, además de económica?
La pregunta misma es abrumadora y no tiene una respuesta única. Vivimos tiempos inciertos que requieren capacidad de adaptación individual y colectiva histórica. Al menos, no estamos solos. Muchos de los retos trascienden las fronteras nacionales. Además de establecer prioridades claras y ser creativos, estratégicos y eficientes en el uso de los escasos recursos, debemos recurrir a la comunidad democrática internacional. Esta debe comprometerse más con la cooperación estratégica, compartir el conocimiento, los recursos y las mejores prácticas de desarrollo, adaptación, contención y resistencia.
Las personas y las naciones no debemos resignarnos a ser espectadoras y, menos aún, fichas instrumentales del ajedrez tecnológico cambiante, invasivo y multidireccional. Cada uno de nosotros es responsable de preservar su valor en el mundo globalizado e hiperconectado.
La autora es administradora pública.