Si bien el término «psicosomático» es, actualmente, de dominio público, sería válido interrogarse sobre el aumento de fenómenos psicosomáticos y también sobre su relación con el malestar de la cultura de hoy, puesto que cada sociedad tiene su forma particular de enfermar.
Lo que quizá no esté disponible al público, esto es, el conocimiento relacionado con los trastornos depresivos, los duelos, el desamparo durante la infancia, el fallo en el sostén esperado de las figuras paternas y maternas y el narcicismo se presentan como telón de fondo en la clínica de las afecciones psicosomáticas.
Para la escuela psicosomática de París, el enfermo somático se encuentra en el centro de la lucha entre pulsiones opuestas y que, momentánea o definitivamente, se resuelven a través de una desorganización, que encuentra expresión en una orientación autodestructiva, en otras palabras, la enfermedad somática aparece cuando el funcionamiento psíquico cede y, en ausencia de otro modo de resolver, el cuerpo lo sufre.
En general, los fenómenos psicosomáticos tienen un nombre médico: hipertensión, enfermedad autoinmune, asma o alergia, que se adhieren al nombre propio del individuo, quien, a su vez, se presenta con el nombre de su enfermedad, articulando, así, un discurso impersonal en el que no se encuentra implicado, lo que lleva a una dificultad en el reconocimiento y expresión de las emociones.
Si bien es innegable que los avances en materia médica, científica y tecnológica mejoran la calidad de vida, es igualmente innegable que las ideologías del nuevo milenio, es decir, la sobreadaptación, la hiperexigencia y la primacía de la realidad externa apuntalan el resquebrajamiento de la promesa de individuos menos enfermos, lo que podríamos llamar el punto muerto del bienestar.
Sin embargo, al no haber ningún interés ni intención de reemplazar la concepción médica, sino más bien de complementarla, es sobre esa línea que cabe repensar la noción de enfermedad. Haríamos bien en analizar la posibilidad de plantear un más allá de las dialécticas enfermo-no enfermo y enfermedad-saber médico, puesto que la primera fomenta la desaparición de la sintomatología física como interés único, y el uso exclusivo de fármacos posee un lugar predilecto y se coloca como la elección por excelencia, tanto de médicos como de pacientes.
El gran riesgo de la medicalización e intelectualización del sufrimiento del paciente lo aleja de la posibilidad de simbolizar y resignificar su vivencia de la enfermedad.
En relación con la medicina como saber, quien se desempeñe en alguna de las especialidades de la salud, no debe olvidar que la biografía de cada paciente es la vía privilegiada de acceso a cada uno, ya que es la que contiene los enigmas por descifrar en el tratamiento del síntoma.
Hacer valer una historia que no sea exclusivamente biológica o genética, sino también relacional y psíquica contribuye a la reescritura de una historia de vida, que ha quedado atrapada en el síntoma.
Sobre lo anterior, al tomar en cuenta la intervención de la subjetividad del paciente es necesario recordar que toda enfermedad representa una herida narcisista, la enfermedad se sitúa mentalmente como un conflicto, deviene en caos en la experiencia humana, y la singularidad del caso por caso se muestra como una realidad ineludible y piedra angular de la atención médica.
Decididamente, es ilusorio pretender una vida sin conflictos, como decía Ciorán, «salir indemne de la vida podría suceder, pero en realidad, no sucede nunca». Está claro que el psicoanálisis no promete una vida carente de enfermedades, pero plantea la construcción de un saber sobre lo acontecido al cuerpo, la posibilidad de interrogarse sobre la propia subjetividad y reconstruir o reparar aquello que falló prematuramente en el desarrollo de la persona, o, mejor dicho, sanar al cuerpo de la tragedia que encarna.
La autora es psicóloga y psicoanalista.