CAMBRIDGE – A comienzos de los años 1990, en los albores de la era de Internet, una explosión en la productividad académica parecía estar a la vuelta de la esquina. Pero la esquina nunca apareció. Por el contrario, las técnicas de enseñanza en las facultades y universidades, que se enorgullecen de pergeñar ideas creativas que convulsionan al resto de la sociedad, han seguido evolucionando a un ritmo glacial.
Sin duda, las presentaciones de Power Point han desplazado a los pizarrones, las inscripciones en “cursos online masivos y abiertos” muchas veces superan las 100.000 (aunque la cantidad de estudiantes que participan tiende a ser mucho menor) y las “clases invertidas” reemplazan las tareas para el hogar con la observación de conferencias grabadas, mientras que el tiempo de clase se pasa discutiendo los ejercicios de tarea. Pero, dada la centralidad de la educación a la hora de aumentar la productividad, ¿los esfuerzos para revitalizar las escleróticas economías occidentales de hoy no deberían centrarse en reinventar la educación superior?
Se puede llegar a entender por qué el cambio tarda tanto tiempo en afianzarse en el nivel de escolaridad primaria y secundaria, donde los obstáculos sociales y políticos son enormes. Pero las facultades y las universidades tienen mucha más capacidad de experimentación; en verdad, en muchos sentidos, esa es su razón de ser.
Por ejemplo, ¿qué sentido tiene que cada facultad en Estados Unidos ofrezca sus propias clases altamente idiosincráticas sobre temas centrales como cálculo, economía e historia estadounidense, muchas veces con clases de 500 alumnos o más? A veces estas clases gigantes son maravillosas, pero cualquiera que haya ido a la facultad puede atestiguar que eso no es la norma.
Al menos en el caso de los cursos introductorios de gran escala, ¿por qué no dejar que los alumnos en todas partes miren grabaciones sumamente producidas de los mejores profesores y conferencistas del mundo, como hacemos con la música, el deporte y el entretenimiento? Esto no significa un escenario igual para todos: podría haber un mercado competitivo, como el que ya existe para los libros de texto, tal vez con una docena de personas que dominen gran parte del mercado.
Y los videos se podrían utilizar en módulos, de manera que una escuela podría elegir utilizar, por ejemplo, un paquete para enseñar la primera parte de un curso, y un paquete totalmente diferente para la segunda parte. Los profesores podrían incluso interactuar en conferencias en vivo sobre sus temas favoritos, pero por placer, no como una rutina tediosa.
Un giro a conferencias grabadas es solo un ejemplo. El potencial para desarrollar software y aplicaciones especializados para fomentar la educación superior es infinito. Ya existe cierta experimentación con el uso de software para ayudar a entender los retos y deficiencias de los propios alumnos de manera que los maestros puedan ofrecer las valoraciones más constructivas posibles. Pero, hasta el momento, estas iniciativas son muy limitadas.
Quizás un cambio en la educación terciaria sea tan glacial porque el aprendizaje es profundamente interpersonal, lo que hace que los maestros humanos resulten esenciales. ¿Pero no tendría más sentido que el grueso del tiempo de enseñanza del cuerpo docente esté dedicado a ayudar a los alumnos a participar en un aprendizaje activo a través de la discusión y de ejercicios, en lugar de a conferencias que, muchas veces, están en el puesto cien en calidad?
Es verdad, fuera de las universidades físicas tradicionales, se ha generado cierta innovación destacable. La Academia Khan ha producido una colección muy valiosa de conferencias sobre una variedad de temas, y es particularmente fuerte en el ámbito de la enseñanza de matemáticas básica. Si bien el blanco principal de audiencia son estudiantes de secundaria avanzados, existe mucho material que los alumnos universitarios (o cualquier otro) encontrarían útil.
Es más, existen algunos sitios web importantes, entre ellos Crash Course y Ted-Ed, que contienen breves videos de educación general sobre una enorme variedad de temas, desde filosofía hasta biología e historia. Pero si bien una pequeña cantidad de profesores innovadores están utilizando estos métodos para reinventar sus clases, la tremenda resistencia que enfrentan de parte de otros docentes impide que el mercado se desarrolle y hace difícil justificar las inversiones necesarias para producir un cambio más rápido.
Enfrentémoslo, los docentes universitarios no están más dispuestos a ver cómo la tecnología interfiere en sus empleos que cualquier otro grupo. Y, a diferencia de la mayoría de los trabajadores industriales, los docentes universitarios tienen un enorme poder sobre la administración. Cualquier decano universitario que se atreva a ignorarlos normalmente perderá su empleo mucho antes que cualquier miembro docente.
LEA MÁS: Editorial: Violencia en el sistema educativo
LEA MÁS: Nuevos programas de Español, Italiano y lengua Ngäbere recibirán a estudiantes de colegio
Por supuesto, el cambio finalmente llegará y, cuando lo haga, el efecto potencial sobre el crecimiento económico y el bienestar social será enorme. Es difícil sugerir una cifra monetaria exacta porque, al igual que muchas cosas en el mundo tecnológico moderno, el dinero invertido en educación no capta todo el impacto social. Pero incluso las estimaciones más conservadoras sugieren el enorme potencial. En Estados Unidos, la educación terciaria representa más del 2,5 % del PIB (aproximadamente 500.000 millones de dólares) y, sin embargo, gran parte de este dinero se invierte de manera muy ineficiente. El costo real, sin embargo, no es el derroche del dinero de los impuestos, sino el hecho de que los jóvenes de hoy podrían estar aprendiendo mucho más de lo que aprenden.
Las universidades y las facultades son cruciales para el futuro de nuestras sociedades. Pero dados los avances impresionantes y continuos en el campo de la tecnología y la inteligencia artificial, es difícil imaginar cómo podrán seguir desempeñando este papel sin reinventarse en los próximos veinte años. La innovación educativa convulsionará el empleo académico, pero los beneficios para los empleos en todas partes podrían ser enormes. Si el ambiente dentro de la torre de marfil fuera más convulsionado, las economías podrían volverse más resilientes a las alteraciones que se producen afuera.
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. © Project Syndicate 1995–2018