Sucedió así. No invento. Una vez dejé el carro en plena calle y, al volver, le habían quebrado una ventana para robar una chaqueta. Chivísima, arranqué, y cuando iba saliendo llegó el cuidacarros y tuvimos esta conversación: —Macho, ¿qué, se va sin darme nada?— Pero ¿no ve que me rompieron la ventana? Encima, viene y me cobra. No sea car’e barro. —Diay, mae, ¿qué le pasa? Yo solo se lo estaba cuidando.
Dejemos de lado el hecho evidente de que yo había creado el problema y todo por la pereza de no caminar un par de cuadras hasta el parqueo más cercano. Lección aprendida. La cosa es que me quedé pensando en qué consistiría el concepto cuidar del chavalo. Le di vueltas y concluí que, como siempre pasa con los intercambios casuales, había más tela que cortar de lo que parecía.
Es evidente que nadie se va a jugar el pellejo por unos cuantos pesos, especialmente si el ladrón tiene mala catadura. Sin embargo, pudo haberme dicho que lo habían amenazado o algo así. Deduje que no hubo negligencia de su parte y que su dicho tampoco era un juego de palabras. Por el contrario, había un manejo conceptual notablemente preciso sobre el alcance de su trabajo. Su responsabilidad era cuidar que la gente le pagara por el campo (había privatizado la vereda), pero sin asumir compromiso alguno sobre la suerte del vehículo ahí estacionado. Algo así como “se aplican restricciones” o la letra menuda de los pasajes aéreos.
El cuidacarros encapsuló, con sus más y sus menos, una manera de pensar muy frecuente en nuestro país. Mucha gente cree que su misión es “estar ahí” y que otra cosa muy distinta son los resultados de su trabajo, asunto sobre el cual no asumen responsabilidad. Como en el caso de Ardilla, un señor que era cajero de banco en Alajuela. Le decían así porque en su ventanilla “la cola siempre estaba parada”, nada caminaba.
Desde esta perspectiva, el cuidacarros no está solo y ese es el detalle. ¿Puede hacerse algo? Creo firmemente en la evaluación de resultados, con métricas precisas y responsabilidades bien definidas, como estrategia para premiar el buen desempeño y corregir los malos rendimientos. Sin embargo, evaluación sin cultura de evaluación lleva a un puro ritualismo formal. Por ello, cambiar la mentalidad y promover la excelencia desde temprana edad, en los hogares y en la escuela, puede hacer la diferencia. Y campañas públicas incesantes.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.