Hay gente que se muere, y luego hay gente que se nos muere. El pronombre establece una diferencia radical entre unos y otros. Los primeros se van. Los segundos se van y se llevan con ellos un pedazo de nosotros. Daniel Gallegos se nos acaba de ir, y nos sentimos por poco traicionados: ¿Cómo se te ocurre partir y dejarnos sumidos en la desolación y en ese charral cultural que tú de tantas y tan hermosas maneras contribuiste a ennoblecer?
Yo sé lo que Daniel Gallegos representa para el teatro en Costa Rica. Sé también lo que comenzó a representar en el terreno novelístico, una vez que decidió volcarse sobre este género, desencantado como estaba con ese teatro del que fue fundador, y que ahora lo hacía a un lado en beneficio de fruslerías, directores y autores que no tenían una molécula de su talento, pero ciertamente estaban harto dotados para el arribismo, el alpinismo administrativo, el oportunismo, en suma, ese mediocre empoderado del que ya he hablado en otras ocasiones, y del que sin duda volveré a hablar.
Pero no hablaré sobre Daniel el hombre de teatro, el gran dramaturgo. Y no lo haré porque ya vendrán muchos que lo harán con propiedad infinitamente mayor que la mía. Olga Marta Mesén Sequeira es autora de varios opus magistrales que están destinados a convertirse en clásicos de la exégesis literaria de Daniel y de la historia de sus puestas en escena. Hablaré de Daniel el ser humano y el amigo.
El ser humano. Daniel estuvo a mi lado en algunos de los más amargos momentos de mi vida. Era un príncipe. Si alguna vez la expresión “aristocracia del espíritu” pudo haber sido usada con propiedad, ello fue en el caso de Daniel. Podía ser tremendamente punzocortante… pero lo era con elegancia, con donosura.
Su fisga podía ser infinita, pero nunca caía en la vulgaridad. Tenía férrea disciplina sobre sí mismo, sobre sus propios sentimientos. Era amo de sí mismo, no esclavo de ese abismo lleno de oscuras larvas subconscientes que todos llevamos dentro.
Era supremamente elegante. No la elegancia del atuendo, sino la elegancia del gesto, de la palabra, de la conducta. Jamás lo vi chillar, maldecir, expresarse incorrectamente de una persona, aunque sabía perfectamente expresar su malestar con aquellos seres que lo decepcionaban o herían.
Y por venir de un hombre exquisito, su desdén y su enojo se potenciaban y generaban mayor impacto en la víctima. Que nadie se llame a error: ese hombre fino, esa especie de lord inglés exiliado en el trópico húmedo, era un ser temperamental, capaz de divinos raptos de ira y de execraciones excelsas. Carácter tenía de sobra, pero de nuevo, todo era shhh… expresado sotto voce y sin despeinarse o desollarse la garganta.
El amigo. Decía anteriormente que Daniel estuvo a mi lado en algunos de los momentos de mayor tribulación de mi vida. Fue mi aliado, mi escucha, mi consejero, mi amigo solidario hasta la muerte. ¡Caramba, cómo quería yo a Daniel! Es que él se hacía querer, él era el gozo de la dación -como artista y como ser humano-, él era un hombre profundamente bueno.
¿Que tenía sus demonios? Sí, pero los tenía debidamente aherrojados. ¿Que tenía sus mazmorras con esqueletos? Posiblemente: ¡todos las tenemos! Lo bello de Daniel es lo que supo hacer con todo ese mundo retorcido, larval, oscuro, a veces siniestro: transformarlo en belleza, en personajes inolvidables, en teatro de primerísima línea, en suma, en plenitud.
Poco antes de su muerte, lo llamé al hospital y le dije: “Daniel: he encontrado la fórmula exacta para expresar lo que siento por vos”. “¿Ah, sí?”, me contestó. “Sí –le dije–: es una mezcla a partes iguales de afecto profundísimo con una admiración infinita”. Por pudor y discreción no diré lo que me respondió.
Daniel tenía la propiedad de pacificarme, de serenarme. Todo él dimanaba tal luz, que en su cercanía uno se sentía reconfortado. Jamás un gesto inelegante o zafio, jamás una palabrota, jamás turbar el ambiente con una disonancia. Daniel era la consonancia misma. Ahora mismo evoco el tono de su voz, ¡y me gana tal nostalgia! Una voz dulce, serena, algo gangosa…
Fisga. Una vez llegué a su casa y me topé la estatua del Magón que ganó en 1998 al pie de la puerta abierta, que el vendaval persistía en cerrar. “Ahí está: para eso la uso”, me dijo con fisga realmente ácida.
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No era un hombre al que le interesaran ni los premios ni los homenajes. El mejor homenaje que el país pudo haberle hecho –el mejor que se le puede hacer a cualquier escritor– es leerlo. Daniel no buscaba una estatua ecuestre, ni que se nombrara un paraninfo con su nombre, ni ser declarado benemérito de la patria. Daniel buscaba dialogar, sí, dialogar, que es lo que anhela todo escritor. Encontrar un buen interlocutor, y poder sentarse a hablar con él. “Escribimos para saber que no estamos solos”, decía Sabato.
Jamás estuviste solo, amigo querido, y a partir de ahora lo estarás menos que nunca. Doy gracias a la vida por haberte conocido, y siguiendo tu ejemplo procuraré ser un mejor ser humano y un mejor escritor.
Alguna vez me dijiste, cuando atravesaba yo la noche oscura del alma: “Jacques: hasta a la muerte hay que aprender a verla con cierto espíritu de aventura, de curiosidad. Hay que maravillarse ante ella”.
Grandes palabras que grabé hondo en mi alma. Hasta siempre, Daniel.
El autor es pianista y escritor.