Pertenecemos a la primera generación en este planeta que podría ser reemplazada por entidades inteligentes no humanas. Desde hace tiempo, al navegar por Internet, le indicamos a una máquina que no somos iguales que ella, mediante una especie de declaración digital de buena fe en una casilla. A veces, se nos pide que señalemos en cuáles cuadros hay un carro, una bicicleta, un semáforo u otro objeto, lo que supone un esfuerzo mínimo adicional, que una inteligencia artificial podría realizar, pero se supone que el desplazamiento de la mano en ese movimiento implica algo que todavía no puede replicar ningún artefacto (característica muy primate). Entonces, un robot nos certifica como humanos, mediante un proceso aparentemente inocuo.
Esta práctica, un tanto paradójica, resulta anacrónica en tiempos en que las inteligencias artificiales ya se comunican entre sí y muy pronto lo harán potenciadas por los entornos computacionales cuánticos.
No es igual tener la capacidad de compra de productos de última tecnología que poseer conocimiento, mucho menos tener cultura, y ya ni se diga sabiduría; estamos hablando de asuntos completamente distintos. De tal manera que no es de extrañar que una persona tenga el más reciente teléfono inteligente del mercado, pero haya olvidado las tablas de multiplicar por no usarlas, no sepa nada acerca del ábaco y tampoco pueda establecer una línea histórico-cultural entre lo antes mencionado en relación con la clara conciencia de que su propia mortalidad lo compele a no alienarse frente a una pantalla llena de representaciones en donde la realidad solo aparece por accidente y de manera infrecuente. Hemos nacido para algo más que el consumo y el trabajo.
Al final del día, la diferencia la hace y la hará el factor humano, no la tecnología, ni siquiera los asombrosamente sugerentes algoritmos actuales, cuyos cantos de sirenas seducen con mediana discreción el recorrido por los círculos de la posmodernidad tardía como un Virgilio a veces y como una Beatriz, otras.
Historia real de la Guerra Fría
Lo cierto es que podría haber sucedido que ninguno de los que estamos aquí existiéramos más. Mi intención es contarles un hecho real de la Guerra Fría que pudo haberlo cambiado todo.
El 31 de agosto de 1983, el vuelo 007 de Korean Air entró en el espacio aéreo de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) por un error humano. El jerarca de la URSS, Yuri Andrópov, paranoico ante los incendiarios discursos que su homólogo estadounidense, Ronald Reagan, venía pronunciando desde 1981, en el que anunciaba un ataque contra los soviéticos, ordenó el derribo del avión comercial. Murieron 269 pasajeros, todos civiles, entre ellos un congresista estadounidense. La tensión entre ambos países alcanzó un punto máximo.
El 25 de setiembre de 1983, a 90 kilómetros de Moscú, el teniente coronel Stalinav Petrov entró en su turno de guardia de alerta nuclear temprana en la estación secreta de Oko. En la madrugada del 26 de setiembre, sonó una alarma en su oficina. El satélite Kosmos 1382 informó de que se había disparado un misil nuclear desde la base militar de Malmstrom, en Montana. Dada la situación con el incidente aéreo, la alerta era creíble. Poco después, la sirena sonó otra vez, anunciando que cinco misiles más impactarían Moscú en media hora.
De acuerdo con el protocolo militar, Petrov debía reportar el incidente de manera inmediata a la cadena de mando, lo que sin duda desataría una respuesta igualmente inmediata de los soviéticos y, con ello, probablemente se iniciaría la Tercera Guerra Mundial o al menos un intercambio termonuclear que, en términos conservadores, implicaría la muerte de 750 millones de personas y al menos 340 millones heridas de gravedad, más las secuelas concomitantes. Tómese en consideración que la población mundial, en setiembre de 1983, era de aproximadamente 4.700 millones de seres humanos.
Stalinav Petrov era ingeniero de formación, no solo militar. En vez de lanzar la alerta, hizo una pausa y conservó la calma pese a las apremiantes circunstancias. Ponderó los tres medios de información de que disponía a su alcance: la computadora que procesaba los datos del satélite, las imágenes procedentes de la estratosfera y, por último, los radares, que eran la fuente más confiable de información, pero que solo detectarían los misiles sobre el territorio soviético cuando ya no había posibilidad de emitir una respuesta.
Petrov utilizó la lógica básica aristotélica del principio de no contradicción, que explica que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Ello, por cuanto las imágenes de los satélites no mostraban cabezas nucleares en curso, pero la computadora anunciaba, sin duda, un ataque inminente. Su decisión y no la de la máquina lo decidiría todo. Ante la mirada expectante de sus subordinados, Petrov decidió en voz alta: “falsa alarma”.
Los minutos siguientes se hicieron interminables, pero confirmaron que la decisión fue la correcta. La explicación es que la computadora confundió unos reflejos solares con misiles, el sistema no fue capaz de autocorregirse y lanzó la alerta falsa.
Stalinav Petrov fue castigado por indisciplina al no informar a la línea de mando, pese a tener la razón. Posteriormente, fue destituido del ejército y el caso se mantuvo por años en silencio para no afectar la reputación de la tecnología militar soviética.
Con la caída del socialismo, se supo lo ocurrido y fue homenajeado en la sede de Naciones Unidas en Nueva York. El hombre que, durante 30 minutos, tuvo el destino del mundo en sus manos (literalmente) nunca se sintió cómodo con la incipiente fama. Murió pobre y en soledad, en 2017.
Fuimos afortunados que, esa noche, la decisión fue tomada por alguien que no sucumbió al sesgo de deformación profesional única, sino que su visión como ingeniero le daba una intuición lógica que superó a la computadora, la cual había arrojado un dato falso.
Se cuenta que él razonó su decisión pensando en cucharadas de té, porque decía que nadie vacía una jarra de té en porciones pequeñas, es decir, Petrov intuyó que si Estados Unidos iba a lanzar un ataque nuclear contra la URSS, no sería con seis cohetes, sino con mil. Además, admitió en su mente la posibilidad de que la computadora podía fallar, como en efecto lo hizo. Una frase suya resume el punto: “Somos más sabios que las computadoras”.
De 1983 a 2025, la capacidad computacional ha crecido a niveles inimaginables, pero, tanto en el mundo análogo como en el digital, deberíamos tomar decisiones sin tanta rapidez y poner en los puestos de mando a quienes menos quieran estar ahí. Probablemente, sea lo más sensato.
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Jaime Robleto es abogado.
