Mi posición en el debate fiscal sigue siendo que no deberían contemplarse nuevos impuestos hasta el tanto no se aprueben reformas estructurales al gasto público. Lamentablemente, quienes sostenemos esta tesis no estamos representados en el Poder Ejecutivo o en la Asamblea Legislativa, por lo cual parece inevitable la aprobación de un paquete tributario. Ante esta triste realidad, la discusión que nos ocupa es determinar la manera menos perjudicial de introducir un impuesto al valor agregado (IVA).
Si bien el IVA se asemeja a un impuesto de ventas, en realidad funciona de forma muy distinta. Es un gravamen que se va trasladando en el proceso productivo hasta llegar al consumidor final, quien en última instancia lo paga al comprar un bien o servicio. En las múltiples fases de producción, los intermediarios obtienen créditos por el IVA que pagaron por los insumos que utilizaron. Por lo tanto, el IVA tiene un efecto neutro en esas etapas. Es el consumidor, al ser el eslabón final en dicha cadena, quien paga el impuesto.
Entender el factor cascada del IVA es fundamental al discutir la exención de la canasta básica y la educación y la salud privada. Si se acordara tal cosa, los proveedores de esos bienes y servicios enfrentarían el dilema de haber pagado el IVA en sus insumos, pero no poder trasladarles el impuesto a los consumidores. Así, enfrentarían dos opciones: incorporar el costo del gravamen en el precio final –por lo que el consumidor terminaría pagando de todas maneras– o apechugar y reducir sus márgenes de ganancia, con las consecuencias negativas que eso tendría para productores y comerciantes y, por ende, sobre la inversión y el empleo. Por eso, una vez creado el IVA, no hay quite: lo óptimo es que todos los bienes y servicios paguen la misma tasa. Introducir exenciones o tasas diferenciadas genera distorsiones que afectan a vendedores y consumidores.
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Lo ideal sería que la implementación del IVA respondiera únicamente al interés por modernizar el impuesto al consumo buscando gravar los servicios que representan una mayor parte de la economía. En ese escenario, se habría podido contemplar una tasa mucho más baja que el 13 %, de tal forma que no aumente el costo de vida. Pero el interés primordial del gobierno es la voracidad fiscal. En esas circunstancias, con exenciones o sin ellas, el IVA nos empobrecerá por igual.
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