Durante la última década y media tuve la fortuna de recorrer América Latina, estudiar su historia e instituciones y analizar de cerca las políticas públicas de nuestros vecinos y de otras naciones alrededor del mundo.
De todo lo que vi y aprendí, puedo dar fe de que Costa Rica es un país privilegiado, tanto por sabias decisiones propias como por circunstancias fortuitas.
Aun así, quienes han leído esta columna habrán notado muchas veces frustración e impaciencia. La razón es muy sencilla: ¿Por qué, a pesar de tener tantas cosas a nuestro favor, Costa Rica ni siquiera se encuentra entre los cinco países más prósperos de la región? ¿Por qué en lugar de estar debatiendo cómo damos el salto al desarrollo más bien estamos al borde de una crisis como no hemos visto en cuarenta años? ¿Por qué seguimos acumulando problemas crónicos de pobreza, desempleo y desigualdad?
- Agradezco infinitamente a La Nación el honor de haberme permitido ser su columnista y a ustedes por dedicarme unos minutos de sus lunes durante cinco años y medio.
En esta columna, así como en otros foros, he insistido en que Costa Rica debe pensar en grande. Ciertamente podemos conformarnos con ver el vaso medio lleno, pero hay otra mitad vacía que representa a casi un tercio de compatriotas que viven en la pobreza y a otros cientos de miles que en cualquier momento podrían caer en esa desgracia.
Me frustran el nadadito de perro, la inacción, el aldeanismo y la mediocridad que predominan en nuestro debate político y que en gran medida explican que nuestro país se haya empobrecido en la última década. Y soy impaciente porque cada año que pasa sin que arreglemos estos males implica vidas coartadas y oportunidades perdidas. Costa Rica está para mucho más.
Me niego a que esa frustración desemboque en impotencia. He abrazado la máxima de Friedrich Hayek de que «la única forma de cambiar el curso de la sociedad será cambiando las ideas». A eso me he dedicado con pasión en los últimos 15 años. Pero he llegado a la conclusión de que, si bien las ideas proponen, es la política la que dispone.
Sin poder, uno solo tiene palabras. Y las palabras por sí solas no hacen progresar a nadie. Con esa convicción, me despido hoy de esta columna y me dispongo a luchar desde otras trincheras por una Costa Rica próspera. Agradezco infinitamente a La Nación el honor de haberme permitido ser su columnista y a ustedes por dedicarme unos minutos de sus lunes durante cinco años y medio.