El país amanece expectante por la huelga convocada por los sindicatos que se oponen al paquete fiscal. A la hora de escribir estas líneas, no es posible predecir qué tan grande será el paro, cuánto va a durar, ni cuál será su capacidad de paralizar los servicios públicos, particularmente los esenciales. Lo que sí resulta evidente es la enorme irresponsabilidad de los sindicatos y la aprehensión que genera la posibilidad de que a la administración Alvarado le coma gallina.
Un enfrentamiento con los gremios era inevitable ante el acelerado deterioro fiscal y la intransigencia que han mostrado para aceptar ajustes al gasto. Cualquier análisis serio muestra que es imposible estabilizar las finanzas estatales sin reformas estructurales a las remuneraciones del sector público y a las pensiones con cargo al presupuesto. Sin embargo, los sindicatos se oponen a muerte a cualquier cosa que huela a racionalización –y mucho menos eliminación– de sus privilegios. Las cartas están echadas desde hace rato. La única interrogante es cuál va a ser el gobierno que finalmente le ponga el cascabel al gato.
Hay buenas razones para temer que no será la administración Alvarado. Basta con ver el trámite del paquete fiscal, que ha sido una cátedra de cómo se negocia a espaldas de la ciudadanía y al servicio de los cabilderos. En las últimas semanas, Zapote se ha plegado dócilmente a las demandas de distintos gremios –médicos, taxistas, cooperativistas– con tal de reducir el “costo político” de su proyecto. En lugar de salir de manera transparente a la opinión pública a defender todos los alcances de una verdadera reforma fiscal –especialmente los que tocan intereses creados–, el gobierno optó por negociaciones tras bambalinas y un texto à la carte de los grupos de presión.
La gente está al tanto de eso. Percibe que estamos ante un presidente timorato que trata de quedarles bien a todos, pero al final no le queda bien a nadie. Por eso, más que a lo que hagan los sindicatos, debemos estar atentos a cuál será la reacción del Ejecutivo a sus demandas.
El gobierno bien pudo llegar a esta confrontación con una reforma integral que le entrara de lleno a los excesos salariales del sector público, lo cual le habría valido el apoyo del grueso de la población. En cambio, la administración Alvarado llega con un déficit de credibilidad y un superávit de pusilanimidad.
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