A mediados de los ochenta, Irlanda estaba igual que George: era uno de los países más pobres de Europa occidental, padecía de bajo crecimiento económico y lo que más exportaba era su población. Irlanda llevaba más de una década apostando por el gasto público como motor del desarrollo. Los salarios de los burócratas crecían generosamente, las agencias gubernamentales contrataban gente para reducir el desempleo y las transferencias estatales aumentaban a buen ritmo. Pero para 1980 el país estaba sumido en una aguda crisis fiscal.
Como era de esperar, el instinto de la clase política irlandesa fue resolver el entuerto mediante fuertes y constantes aumentos de impuestos: el IVA llegó al 35 %, el impuesto de renta corporativo alcanzó el 50 % y la tasa más alta de renta personal subió al 65 %. Sin embargo, la deuda pública continuó creciendo –hasta tocar el 109 % del PIB en 1987– y la economía se estancó.
En ese momento, los políticos irlandeses decidieron aplicar la regla Constanza y hacer lo contrario. No solo recortaron el gasto público en 10 puntos del PIB en cuestión de unos años, sino que también empezaron a bajar los impuestos para reactivar la economía. Un elemento neurálgico de esa estrategia fue la reducción paulatina de la renta corporativa hasta un 12,5 % con el fin de incentivar la inversión.
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La regla Constanza funcionó. Las finanzas estatales mejoraron significativamente, la deuda comenzó a disminuir –20 años después estaba en un 25 % del PIB– y la economía se disparó con un crecimiento anual promedio del 7 % entre 1989 y el 2000 –potenciada, además, por otras reformas estructurales–. Para inicios de siglo, Irlanda era el segundo país más rico de Europa.
Dado su magro récord fiscal, nuestra clase política también debería aprender esta lección de Seinfeld.
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