Difícilmente se puede pensar en un terreno de juego más inhóspito que el barro congelado de Flandes, en medio de una guerra de trincheras. Sin embargo, en la mañana del 25 de diciembre de 1914, el balón rodó en la llamada “tierra de nadie” entre las posiciones aliadas y alemanas.
El sargento Bob Lovell consignó en su diario esa noche lo que para cientos de soldados de ambos bandos significó participar en el improbable encuentro de fútbol: “Todavía no puedo creer lo que he visto y hecho. Sin duda, ha sido un día maravilloso”.
Aquel partido de la Tregua de Navidad –en realidad fueron múltiples mejengas espontáneas a lo largo del frente occidental– no acabó con los horrores de la Gran Guerra, pero sobrevivió en la imaginación popular como una alegoría del poder que tiene el fútbol para unir a la gente, incluso –aunque fuera por un momento– a supuestos enemigos mortales. Solo así se explica la manera en que el planeta se consume cada cuatro años en el frenesí de la Copa Mundial: más que una simple justa deportiva, estamos ante una celebración de la humanidad.
Por supuesto, no faltarán quienes digan que se trata de solo un juego. Los más cínicos lo catalogan de un opio del pueblo. Pero la realidad es que el fútbol es una pasión colectiva sin rival. En la historia costarricense, cuesta imaginar alguna otra circunstancia que nos haya volcado a las calles como el toque cruzado de Medford al rincón de Ravelli, o el cañón de Umaña desde los once pasos en Recife. Obvio, también están los tragos amargos. El cabezazo de Bornstein en el minuto 95 en Washington aún nos atormenta como una pesadilla demasiado cruel para haber sido realidad. Pero es precisamente en lo fortuito de sus designios donde yace la belleza definitiva del fútbol.
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Escribo estas líneas sin saber el resultado de ayer contra Serbia, por lo que estoy tentando mi suerte con el tono de esta columna. Pero cualquiera que haya sido el marcador, doy gracias eternas al fútbol: por todas las alegrías que he vivido en la Cueva, por el éxtasis de hace cuatro años en Brasil, por la piel de gallina que me dan las gradas de Stamford Bridge y por la inolvidable Navidad del 2014, cuando desconocidos de varias naciones confluimos en Flandes para recordar a los muchachos que 100 años antes depusieron sus rifles por un balón. Por todas esas memorias y más, ¡brindo por el fútbol!
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