Costa Rica está sedada. No anda bien bajo ningún indicador relevante que se le mire –dinamismo económico, pobreza, desempleo, inseguridad–, pero el hecho de que tampoco estemos en crisis ha acentuado el conformismo y la indolencia de la opinión pública y de los principales actores políticos y sociales. El declive es paulatino, aunque se va haciendo más evidente en los últimos años. Aun así, no hay sentido de urgencia.
Superada la discusión del paquete fiscal, que por varios meses sí causó algo de trepidación, hemos vuelto al trance en el que estábamos. Ahora que se cumplió el objetivo de patear la bola por un par de años –un poco más, si se aprueban los eurobonos–, el presidente ya se siente liberado para volcar todas sus energías en su causa predilecta de abolir el uso de combustibles fósiles para el 2050. No es como si tuviéramos un sistema de pensiones de la CCSS que está proyectado a quebrar mucho antes que eso.
En la Asamblea Legislativa –y fuera, en las redes sociales, que son las que crecientemente marcan la pauta del debate político– los temas que despiertan pasiones son las guerras culturales sobre la llamada “ideología de género”, el aborto, prohibir las bolsas de plástico o disminuir la tenencia legal de armas de fuego. ¿Para qué perder el sueño por un 12 % de desempleo?
Con un país bajo los efectos de la ketamina, el Poder Judicial –bastión de privilegios y juez y parte sobre estos– ha asumido con gusto el papel de última línea de defensa del statu quo. De ahí su proclividad a torpedear toda reforma que racionalice la Administración Pública, la luz verde que les ha dado a los sindicatos para que paralicen el aparato estatal si ven amenazados sus intereses y su récord de interpretaciones judiciales ideologizadas que están haciendo cada vez más hostil el ambiente de negocios.
La prensa y los empresarios no escapan de ese estado de sopor. En algunos medios, parece haber calado el relato oficialista de que estamos ante una administración Alvarado que tiene una clara vocación reformista, aun cuando hay señales inequívocas de lo contrario. Los empresarios, por su parte, ya no se hacen muchas ilusiones, pero tampoco parecen tener la voluntad –o el valor– de golpearle la mesa a Zapote.
La gran interrogante, claro está, es cuánto nos durará la modorra y qué nos encontraremos cuando, finalmente, salgamos de ella.
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El autor es analista de políticas públicas.