La ministra de Salud dio un ejemplo de por qué lo más saludable para el país sería tener un Estado laico. Contrario a lo que en ciertos sectores se suele creer, un Estado laico no implica el rechazo de las religiones, solo significa que, en materia de decisiones tan personales como si creer en la existencia de divinidades, así como en la escogencia de religiones, el Estado no debe meterse ni tomar partido. Más aún, debe garantizar la libertad de conciencia para toda la población, creyente o no creyente, por igual.
Cuando una ministra de Salud llama “feminazis” a las mujeres y a los hombres que defienden el derecho de ellas a ejercer la autonomía de conciencia y decisión sobre su propio cuerpo en una materia tan personal como el aborto, en realidad está llevando a cabo un ejercicio de intolerancia hacia la convivencia democrática.
Libertad de conciencia
La imposición de las propias creencias religiosas por parte de una autoridad no podría darse en un Estado laico. El término peyorativo y criminalizador de “feminazi” está asociado al arcaico prejuicio de que el feminismo (que no es otra cosa que la lucha de las mujeres por los derechos y la autonomía personal que ya se reconocen a la otra mitad del género humano) proviene del odio hacia los hombres. Una animadversión que sería tan grave como la de los nazis hacia el pueblo judío y que culminó en el Holocausto.
La ministra de Salud usó el término para llamar así a quienes defienden el “aborto libre”, aunque después lo cambió por el calificativo de “radicales”, según dieron a conocer distintos medios y que la ministra no ha desmentido.
Sin embargo, en su posteo, la funcionaria reconoció que el aborto terapéutico es un “derecho fundamental”, protegido por la legislación nacional desde hace varias décadas.
Así, ella bien podría ser una de las personas adultas que, en el 2018, dieron un respaldo mayoritario del 57,2% a que el aborto pueda realizarse si está en peligro la vida de la mujer, del 49,6% que también dijo estar de acuerdo con el aborto si está en peligro la salud de la mujer y del 45,5% que estuvo igualmente a favor del aborto si el feto presentara malformaciones incompatibles con la vida. Lo anterior, según la encuesta realizada por la Escuela de Estadística de la UCR.
Si prestan atención, en los dos primeros casos, más de la mitad de la población y casi la mitad de esta, respectivamente, respaldó el aborto terapéutico (igual que ahora la ministra de Salud).
Pero casi la mitad de la población también respaldó el recurso de una mujer al aborto para evitar el nacimiento de un ser humano con malformaciones incompatibles con la vida.
Sin embargo, con respecto a cada una de estas posibilidades, hay personas incluso más radicales que, en nombre de sus creencias religiosas, tratan de imponer la prohibición absoluta del aborto, es decir, que la funcionaria es más progresista que las personas antiaborto más radicales, que son aquellas que están decididas a dejar que mueran las mujeres con tal de defender sus particulares creencias religiosas.
Lo que todas esas personas tienen en común, sean “moderadas” o “radicales” —esto es, entre casi la mitad y más de la mitad de la población, incluida la ministra de Salud—, es que recurren a su propio criterio para respaldar u oponerse a la práctica de un aborto, sea terapéutico o “libre”.
¿Cuál es la razón, entonces, para que un Estado impida que las propias mujeres embarazadas utilicen su criterio para decidir practicarse un aborto o no?
Podría suponerse que la ministra, y el resto de quienes niegan a las mujeres su libertad de conciencia y de decisión sobre sus cuerpos para decidir si llevar a término un embarazo cuando no media una razón terapéutica, presuponen —como arbitrariamente lo hicieron durante muchos siglos las religiones y la mayoría de los filósofos— que las mujeres son frívolas e irresponsables, es decir, que “no tienen criterio”.
Pero no parece que esto siga siendo así, pues tanto la ley como los médicos —y la ministra— por alguna razón creen que una mujer embarazada tiene derecho a abortar para salvar su propia vida. Dicho de otro modo, que no consideran a las mujeres frivolidades andantes, sino como parte de la humanidad.
No atizar la guerra cultural
El asunto del “feminazismo” de la ministra no tendría mayor importancia que la de cualquier otro insulto de una persona contra otra —algo que de todos modos es repudiable y debe ser evitado en nombre de la sociabilidad y la convivencia—, pero en este caso se trata de una ministra de Estado, quien en términos estrictamente políticos debería respetar a toda la población por igual.
Pero olvidamos constantemente que Costa Rica no es un Estado laico, sino un Estado confesional católico, lo cual puede dar pie a que una autoridad pública se crea con el derecho moral superior de imponerse a quienes no comparten sus creencias y se dedique a estimular la guerra cultural.
El filósofo escocés Adam Smith (el mismo de La riqueza de las naciones) en su Teoría de los sentimientos morales afirma que “el odio y la ira son el mayor veneno para la felicidad de una mente buena”, y los clasifica como parte de las “pasiones antisociales”.
Sin embargo, el odio y la ira envenenan hoy el tejido social con mayor potencia que en la época de Smith, pues la comunicación virtual transmite esas “pasiones antisociales” de modo instantáneo, irreflexivo y ciego a la empatía.
Por esto mismo, consideremos si no sería más saludable para el país plural que somos que nuestro Estado sea laico, esto es, neutral en materia religiosa.
Un Estado así garantiza la libertad de conciencia de todas las personas, creyentes y no creyentes, y relativiza en mucho que las palabras sean usadas como armas contra la convivencia democrática por quienes tienen autoridad institucional.
Doctora en Estudios Sociales y Culturales, es profesora e investigadora de la UCR. Twitter @MafloEs