Y es que el pisuicas ese sacudía los árboles de naranja y aguacate hasta dejarlos sin flores, botaba los frutos pequeños, tumbaba milpas y arrozales, y obligaba a comprar brillantina para amansar el pelo.
En alianza con la lluvia, empujaba al ganado hacia las burras de montaña, de donde costaba un mundo sacarlo.
Un día le arrebató el sombrero a Pancho Silva, al sorprenderlo por la nuca allí en Ranchitos –por donde se instalaron las primeras torres eólicas de Tilarán–, y el hombre entró en ira, desenfundó el revólver y agarró a balazos la prenda suspendida más allá de las copas de los árboles.
“¡Desgraciado viento del diablo!”, oí gritar a más de uno ante la tragedia sufrida. Después, con el correr de los años, solo escuché voces que atribuían la pertenencia del viento a Tilarán, pero como sinónimo de desventaja.
“Tilarán es lindo, lástima ese insoportable ventolero...”, es una expresión propia de vecinos de otras latitudes.
En el colegio supe que el nombre de Tilarán viene del vocablo indígena Tilauatlan: lugar de lluvias y vientos.
Ahora que el paisaje es alterado bruscamente por torres moledoras para sacarle energía al demonio, no faltan reclamos solapados con la pregunta: “¿De quién es el viento?”, ante la pretensión de cobrar más por su explotación.
Cuatro empresas pagan anualmente a la Municipalidad de Tilarán ¢50,5 millones por patentes.
El cobro se hace con base en la ley de tarifas municipales N.° 7283, de 1992, a razón de ¢1.000 por ¢1.000.000 (millón) de ingresos brutos, y ¢8.000 por cada ¢1.000.000 de utilidades.
La Municipalidad remitió un proyecto al Congreso para duplicar esas tarifas. ¿Por qué el doble y no el triple, por ejemplo? No lo tengo claro aún.
El viejo criterio de que prima el interés nacional ante el local debe tener excepciones.
Según el ICE, la capacidad instalada de generación de energía eólica en el país es de 193,9 MW (megavatios), de los que 115,9 (59,8%) corresponden a Tilarán.
Y hoy, en que se reivindica, el viento también es de Tilarán.