Por la crisis, regresamos al hogar, a nuestro punto de partida. A fin de cuentas la familia es el lugar al que se quiere volver, donde nuestra llegada es alegría. La familia nos ha demostrado lo que somos capaces de resistir cuando estamos juntos. Es un núcleo de fuerza que nos enseña a querer y a sabernos amados. Una de las razones más profundas para comprender nuestra existencia.
A pesar de que el distanciamiento y confinamiento originó una profunda transformación social y la tecnología está desempeñando un papel preponderante en acercarnos, esta metamorfosis no ha podido cambiar lo esencial: la necesidad de afecto, el verdadero nexo que une a las personas. Su presencia humaniza y su ausencia engendra una herida. Una profunda carencia.
Algunos no pueden resguardarse en sus casas porque no tienen. No tienen techo ni comida. Su rostro es la pobreza. Padecen física y emocionalmente. Experimentan una soledad que convive con el miedo, una de las emociones más difíciles de sobrellevar. Un temor que hace sufrir y solo puede ser superado con la solidaridad.
El filósofo español Miguel Ángel Martí García afirma que nada dignifica tanto a un hombre como sentir como propio el dolor ajeno. La verdadera pobreza la encontramos en el abandono de los demás, incluso el de los nuestros. Estas actitudes, muchas veces egoístas, generan una auténtica soledad que no es impuesta, sino elegida.
William J. Bennett, analista político estadounidense, se refiere a la compasión como «la virtud que toma en serio la realidad de otras personas, lo más íntimo de su vida, lo que les ocurre por dentro y no se ve, sus emociones y, por supuesto, sus circunstancias exteriores y patentes. Es una disposición activa hacia compartir, hacia la compañía capaz de apoyar una situación en la desgracia o en el sufrimiento». Por ello, quienes sufren la amargura de la indiferencia padecen injusticia, otra de las verdaderas plagas de nuestros días.
Llamó mi atención un letrero en el cual escribieron: «Necesito tiempo, dinero y ayuda». Lo sostenía una adulta mayor. Le entregué unas galletas que llevaba para mis hijos. Solo pude guiñarle el ojo, pues la mascarilla me impidió entregarle una sonrisa.
Fue un pequeño gesto de afecto que nos unió en aquel breve momento. Aquellas cuatro palabras quedaron en mi mente. Todos anhelamos tiempo, pues somos tiempo, y la muerte es una certeza. Solo el amor es capaz de detenerlo dotándolo de sentido.
Todos necesitamos trabajo para ganarnos el dinero con esfuerzo y dignidad. También para vivir la generosidad que es raíz de solidaridad. Todos necesitamos ayuda para crecer personal y colectivamente.
Nuestro crecimiento necesita acompañamiento no solo físico, sino afectivo. También acompañamiento espiritual, por eso es tiempo de esperanza, pero también tiempo de solidaridad y responsabilidad.
La autora es administradora de negocios.